Cuando vuelve a su pequeño pueblo de Anatolia -escenario de todas las películas del turco Nuri Bilge Ceylan-, Sinan no encuentra ninguna celebración de bienvenida. Acaba de graduarse como maestro y también ha escrito su primer libro, pero su familia está acechada por las deudas que contrajo un padre también dedicado a la docencia, atrapado por su adicción al juego. Todo lo que tiene que ver con ese lugar que permanece anclado en el pasado lo incomoda: sus recuerdos de la infancia, un entorno social que juzga chato, las prescripciones de religiosos conservadores. Especie de héroe trágico cargado de angustia y mordacidad, el protagonista emprende un viaje interior destinado a enfrentar sus dilemas existenciales. Y la película narra ese periplo con una contundencia notable.
Ceylan domina todos los resortes de la puesta en escena, es un virtuoso director de actores y sabe cómo imprimirles a sus historias un aliento inequívocamente chejoviano: su pintura de la vida cotidiana de personajes comunes y corrientes es simple y efectiva, mientras que los temas que aparecen en sus relatos son variados, se van entrelazando con armonía -aunque a primera vista no tengan relación entre sí- y delinean con precisión el fracaso espiritual de individuos que, como define con crudeza el atribulado Sinan, se autoperciben "inadaptados, solitarios, deformes".