Inadaptados, solitarios y deformes. Crítica de “El Árbol de Peras Silvestres” de Nuri Bilge Ceylan.
Un escritor regresa a su pueblo después de haberse graduado, buscando sponsors para publicar su primer libro. Mientras deberá lidiar con la adicción al juego de su padre. Por Bruno Calabrese.
Nuri Bilge Ceylan posee una filmografía multipremiada. Ganador de la Palma de Oro en Cannes por “Sueños de Invierno”, el director turco se caracteriza por filmar sobre sus propias memorias y sus recuerdos. Sobre individuos indecisos, en conflicto permanente consigo mismo. Un cine humanista, que suele tener como eje un hombre y sus conflictos existenciales con su entorno.
En este caso la película nos cuenta la historia de Sinan (Dogu Demilkol), un joven escritor que vuelve a su pueblo natal con la esperanza de allí publicar su primer libro, El árbol de peras silvestre. Su familia no parece estar pasando por su mejor momento, vivir con su padre, su madre y su hermana le resulta angustiante. Idris (Murat Cemcir), su padre, tiene deudas de juego y ha dejado atrás su condición de maestro escolar. Es en ese pueblo venido a menos que Sinan quiere publicar su libro.
El director y guionista turco nos propone un relato sencillo y honesto, sobre un joven en conflicto con una realidad que le provoca rechazo. Lidiando con un padre inmaduro, que desperdició su vida en el juego, que funciona como reflejo de un destino que no quiere para su vida. Su primogénito, un maestro que dejó atrás sus mejores años, se ha convertido en un adicto a las apuestas.
Estéticamente , la película apuesta por los planos campestres donde la fotografía cumple un rol preponderante dentro del relato. El pueblo en ruinas es un reflejo de los lugareños. Seres encerrados en la religión, cuya vida gira alrededor del dinero y que se niegan a entender el progreso; incluso al invocar en forma permanente al oro como objeto de intercambio, algo presente en nuestras vidas pero fuera del circuito mercantil cotidiano de las mayorías de la sociedades.
La película se debate permanentemente entre lo nuevo y lo anticuado. Entre los jóvenes que critican al viejo. Entre quienes llegan de la gran ciudad y quienes se han quedado en el pueblo para hacer mella en las diferencias generacionales entre los campesinos y el protagonista.
Sinan no se siente a gusto en ese pueblo, habitado por gente muy cerrada y por fanáticos religiosos. A pesar de eso, su libro “El Árbol de peras silvestres” habla sobre ese lugar, aunque el sostiene que no planea quedarse ahí a pudrirse como los frutos de esos árboles que los campesinos ni se dan cuenta que existen. Como esos conflictos que están ahí pero que no quieren ver.
Las múltiples decepciones de la vida y la desesperación por el dinero son conflictos que van aflorando de forma natural en un relato construido con paciencia. Como en ese fugaz reencuentro bajo un árbol que Sinan tiene con una joven con quien por la que siente algo, pero que está por casarse con un hombre adinerado. O en una emotiva charla con su madre que se muestra incondicional a su marido, a pesar de que este se empeña en arruinar su vida. Todo acompañado por una cámara atenta a que cada plano tenga la carga dramática justa y necesaria.
A medida que la película avanza, decrece el número de seres con quienes Sinan puede entenderse. Pero será sobre el final, cuando ya no haya nadie a quien dirigirse, que el encontrará esa persona que siempre estuvo ahí y que el tanto cuestionó la que lo hará entender como hacer para seguir adelante a pesar de sentirse sapo de otro pozo.
Puntaje: 90/100.