Las primeras imágenes de la nueva película de Nuri Bilge Ceylan, ganador del premio al mejor director en Cannes en 2008 por el filme Tres Monos, nos llevan al puerto de Canakkale, una ciudad turca que, como Estambul, está dividida entre Europa y Asia. El sonido del Mar del Mármara y un muelle lleno de gaviotas que ostenta un monumento gigante del Caballo de Troya son testigos del regreso de Sinan, un joven que vuelve a los pagos de sus padres y sus abuelos con un título universitario bajo el brazo y un libro que tiene escrito y que quiere publicar. Este largo camino a casa representa un reencuentro agridulce con su familia, con una chica del colegio y los amigos que había dejado atrás en busca de nuevos horizontes, y que ahora vuelven a ser su realidad cotidiana en un pueblo que parece quedarle chico a sus esperanzas.
El guión parece hecho a la medida del viejo refrán “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, y más que imprimirle un ritmo narrativo al relato, traza una pintura minuciosa y más bien descriptiva, siguiendo el derrotero del regreso del hijo pródigo. El espectador es testigo de una larga serie de conversaciones que van desgranando minuciosamente, a lo largo de tres horas de película, el periplo y las reflexiones del protagonista sobre la historia de Turquía, la vida política, la literatura, la religión, la juventud y la vejez, el legado familiar, los deseos y los vínculos, lo que elegimos y lo que nos toca.
El relato (en algunos tramos algo moroso) alcanza la mayor intensidad dramática en los momentos de encuentro y desencuentro que retratan la relación entre padre e hijo (Murat Cemcir y Dogu Demirkol, de actuaciones muy logradas). Ellos están en el punto en que sus caminos se cruzan en la colina de la vida: el padre que fuera un maestro ejemplar, en su madurez parece estar de vuelta de todo, y el hijo que se fastidia porque piensa que su padre tiró la toalla, pero empieza a entender que cada uno hace lo que puede al enfrentarse con la realidad, tan distinta de los sueños, tan dura y resquebrajada como la vieja estatua del puente.
Las pinceladas de la dimensión visual del film alcanzan un tono poético, con escenas como la de los senderos del bosque cubiertos de niebla, la casa en la colina nevada con el telón de fondo del peral desolado, o el encuentro clandestino con la chica triste (que el protagonista siempre quiso pero que se va a casar con otro), donde ella, con su melena al viento dice casi como en un suspiro: “La vida parece cerca pero no, todo es lejos”.
Una película amarga pero bella, como los frutos del peral solitario en la nieve, que nos hace pensar en el cruel arte de sobrevivir.