En El triángulo de la tristeza, película ganadora de la Palma de Oro de Cannes 2022, el director sueco Ruben Östlund nos abofetea con una sátira social feroz. Fiel al título, la historia se divide en tres partes dedicadas a mostrar tres tipos de organización humana: la sociedad de consumo y el mundo de la publicidad donde todo es falso; un sistema cerrado donde se imponen rígidas jerarquías, a bordo de un crucero de lujo, y el nuevo orden de la sociedad de la supervivencia después del desastre, en una isla al mejor estilo reality tipo Survivor. La historia está contada a través de Carl y Yaya, una pareja de modelos influencers que sirve de hilo conductor para conectar los tres episodios. La película se apoya en tres pilares fundamentales: un guion (escrito también por Östlund) sólido y agudo en el que se pueden reconocer pinceladas de Rebelión en la granja, de Orwell, El señor de las moscas, de Golding, y Parásitos, de Bong Joon-ho. En segundo lugar, recurre al humor negro y a un tono satírico, que por momentos llega a ser áspero en la cruda crítica social. Y en tercer término, cuenta con un elenco variopinto e internacional, que permite que los dardos apunten al orden global, sin hacer distinciones de género, clase social o nacionalidad. Esta reseña no va a entrar en más detalles de la trama a fin de no incurrir en spoilers. Sin embargo, hacemos una advertencia: la película no se caracteriza por la sutileza. En una secuencia, el capitán del barco y un millonario ruso se trenzan en un duelo verbal con citas de pensadores, desde Mark Twain hasta Marx, y mientras ellos están enfrascados en una discusión filosófica e ideológica, en el barco, sin mando y sin rumbo, todo se va a la mierda. La metáfora da paso a un desborde escatológico y la película elige la literalidad para refregarnos en la cara las miserias del mundo y no dejarnos la cómoda opción de no ver. La premisa parece ser sacar a la audiencia de su zona de confort (especialmente al público europeo) y bombardearnos con planteos mordaces sobre el poder del dinero, las clases sociales, la equidad, el liderazgo, el status quo versus la revolución, capitalismo versus comunismo (y otros varios “ismos”), los roles que aceptamos como piezas del engranaje social y los límites de lo que estamos dispuestos a hacer para conservar nuestro lugar. Como último desafío, que podemos interpretar con ánimo lúdico, Östlund nos regala un final abierto que garantiza el debate a la salida del cine. El triángulo de la tristeza, con su fórmula interesante y provocadora, es una película no apta para estómagos impresionables, que sobresale como un iceberg en el mar del cine pochoclero que no exige nada de los espectadores. Opinión: Muy buena.
Este jueves 9 de febrero llega a las salas de cine de Argentina Tár, una película escrita, producida y dirigida por Todd Field, que aspira a llevarse varias estatuillas. Con un protagónico deslumbrante de Cate Blanchett, quien viene arrasando con la mayoría de los galardones a Mejor Actriz (Festival de Venecia y Golden Globes, entre otros) en esta temporada de premios 2023. El guionista y director de When I was a boy e In the Bedroom escribió este guion específicamente con una actriz en mente para encarar a la directora de orquesta que da título al film: Cate Blanchett. “Si ella hubiera dicho que no, la película nunca habría visto la luz. Esto no sorprenderá a los cinéfilos, ya que después de todo, ella es una maestra suprema. Aun así, la capacidad actoral sobrehumana y la verosimilitud que Cate le imprimió a su papel era algo realmente asombroso de contemplar, que superó todas las expectativas. El privilegio de trabajar con una artista de este calibre resulta casi imposible de describir adecuadamente. En todos los sentidos posibles, esta es la película de Cate Blanchett”. Tras dos horas y media de dejarnos inundar por la belleza y el barro que entretejen la trama de esta película de autor, no podemos sino aplaudir esa obsesión del director al elegir a su actriz. Field nos invita a ser testigos de una actuación memorable en la que Blanchett se convierte en Lydia Tár, una directora de orquesta en la cúspide de su carrera que ha batallado para abrirse camino en un mundo netamente masculino y convertirse en una eminencia en su campo. Al alcanzar la cima, Tár saca a relucir su faceta más déspota y manipuladora desde su sitial de poder. Como si se tratase de un personaje shakesperiano, es precisamente su fatal flaw (una falla en el personaje del héroe, o la heroína en este caso, un error de juicio cometido por el personaje) lo que desencadena un efecto dominó que llevará a que su mundo se desmorone. La intérprete de Elizabeth y Blue Jasmine (por nombrar solo un par de sus trabajos más destacados) se ha instalado, sin dudas, en el podio de las más grandes exponentes de su oficio en las últimas dos décadas. En Tár se convierte en el instrumento perfecto para encarnar la precisión, la rigurosidad lindera con la obsesión y la pasión esterilizada y teñida de una imperturbabilidad emocional (que solo se quiebra en la relación con su hijita de 6 años) que definen a esta mujer admirada y temida. Mientras se divide entre Nueva York y Berlín, paradójicamente esta música brillante parece ir perdiendo sensibilidad y se va deshumanizando tras la máscara del perfeccionismo y la excelencia, para terminar jugando el juego del gato y el ratón con las vidas de quienes la rodean. La construcción de Lydia Tár como «persona» es tan perfecta, tan llena de matices, tan compleja y rica en detalles que muchos creyeron (erróneamente) que se trataba de una biopic. La historia, tan punzante como provocadora, aborda cuestiones de género, de igualdad versus discriminación, de la lucha feminista de las que rompieron barreras a fuerza de mérito y coraza, la brecha entre los “maestros” de 50 y la generación de cristal de los millennials, la influencia de las redes, los criterios para juzgar el talento, los juegos de poder con sus asimetrías, e incluso la traición. Tár es una oda de amor al indescifrable lenguaje de la música, en la que se describe la parábola de un personaje que nos transporta de la gloria de Mahler, en la sala de la Filarmónica de Berlín, a la desolación de un piano desafinado en la casa en la que Lydia se refugia en los recuerdos en VHS para esconderse del mundanal ruido y de su estrepitosa caída
Johnny (Joaquin Phoenix) es un productor y conductor de radio, que recorre grandes ciudades de Estados Unidos, entrevistando adolescentes para que le cuenten su visión del mundo y del futuro. En plena gira de grabación de su programa, se desata una emergencia familiar y tiene que hacerse cargo por un tiempo de Jesse, su sobrino de 9 años (Woody Norman). C´mon C´mon cuenta los vaivenes de esa relación precaria y vulnerable que tienen que construir en medio de un contexto familiar y social que muestra los claroscuros de la vida cotidiana y los lazos humanos en esta historia conmovedora del guionista y director Mike Mills sobre las relaciones entre adultos y niños, donde el pasado y el futuro confluyen en la postmodernidad. Mike Mills tiene en su historial una película inspirada en su padre (Beginners) y una película inspirada en su madre (Mujeres del siglo XX). En C’mon C’mon, explora, de manera delicada, la riqueza y complejidad en la relación entre los adultos y los niños, inspirada en su propia experiencia como padre. Al mismo tiempo, sondea un tema más universal: la idea del futuro, en nuestras vidas y en la sociedad en general, mezclado con una gran dosis de nostalgia, que se pone de manifiesto en darle protagonismo a la radio, un medio de antaño, casi olvidado en tiempos de redes sociales y podcasts, para hablar del futuro de los jóvenes, además de la elección de filmar en un blanco y negro, con gran belleza, como símbolo de esa pátina gris plateada que recubre los recuerdos de infancia. Ese contraste de escalas también está presente en el tratamiento de tiempo y espacio, ya que el director hace foco en escenas que son flashes de pura cotidianeidad, en espacios reducidos e íntimos como una habitación, una cocina o una bañera, al tiempo que nos lleva a las calles de grandes ciudades como Detroit, Nueva York o Los Ángeles. La vorágine urbana y el mundo del trabajo establecen un contrapunto con la percepción del paso del tiempo desde la vivencia de Jesse, ya que el director se detiene a señalar cómo los niños viven la vida como mirando el minutero y un momento que parece intrascendente puede marcar para ellos un hito en su existencia, mientras que en el recuerdo a los adultos se nos vuelan las hojas del almanaque como en un remolino. Otro punto interesante en la trama es que no se trata de una oda al tío superhéroe que acude al rescate sino que retoma un proverbio africano que dice: “Para criar a un niño hace falta una tribu entera” y aporta una visión que redime el rol de las madres solas (como Vivi, muy bien retratada por Gaby Hoffmann), obligadas a enfrentar un sinfín de escollos y dramas cotidianos en su rol de cuidadoras (familias/islas sin red de contención, el deterioro y la muerte de los padres ancianos, o el padre ausente por problemas de salud mental). Citando a Jaqueline Rose, Mills dice: “La maternidad es el lugar de la cultura donde enterramos nuestros conflictos. Las madres son tomadas como chivo expiatorio de todo lo que está mal, y esperamos que reparen el mundo y lo vuelvan inocente y seguro”. La película tiene ciertos puntos de contacto con Belfast, otro estreno de este año en blanco y negro, que también recorre el camino de la nostalgia por la patria, por aquello de que “La patria es la infancia”, y como en el filme de Kenneth Branagh (ganador del Oscar 2022 al mejor guion), Mills cuenta con un niño extraordinario a cargo de uno de los personajes centrales. La actuación llena de personalidad, encanto y naturalidad que nos regala Woody Norman, quien se para de igual a igual frente al siempre preciso y potente Joaquin Phoenix, le confieren a este filme duro que está lejos del cuentito rosa tipo Familia Ingalls, una enorme cuota de empatía y ternura, gran acierto para este proyecto que capta la relación entre niños y adultos como un retrato vivo, que nos recuerda que los chicos no siempre “son de goma”, como diría Serrat, y que les puede resultar difícil adaptarse a todo y seguir, seguir, seguir, cuando no le encuentran sentido al mundo adulto.
La esperada película Competencia Oficial, dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat (creadores de exitosos títulos del nuevo cine argentino como El ciudadano ilustre, Mi obra maestra y El hombre de al lado), llega hoy a las salas porteñas y de todo el país. Las expectativas vienen de la mano de la dupla creativa a cargo de la dirección y del guión (junto a Andrés Duprat), del reparto estelar que cuenta con tres figuras convocantes que se encuentran en lo más alto del podio internacional de habla hispana como son Antonio Banderas, Penélope Cruz y Oscar Martínez, y el hecho que fuera muy bien recibida en varios festivales internacionales en 2021, desde el Festival Internacional de Cine de Toronto hasta la última edición del Festival de Cine de Venecia. La historia que cuenta Competencia oficial se inicia con un empresario millonario (a cargo del excelente actor español José Luis Gómez, que aparece solo en un par de escenas) quien al cumplir 80 años decide dejar alguna obra que inmortalice su nombre y para ello emprende la aventura de financiar una película. El proyecto recae en Lola Cuevas (Penélope Cruz), una directora excéntrica y rupturista que convoca a Iván Torres, un metódico maestro de actores (Oscar Martínez) y a Félix Rivero, un cotizado galán de fama internacional (Antonio Banderas). A partir de allí se desarrolla la película dentro de la película, en un estilo cuasi episódico, a lo largo de una serie de escenas o sketches breves que nos muestran los preparativos del rodaje en la mansión del magnate que pone los dinerillos para financiar la alocada empresa. Esta coproducción coloca a los actores en medio de enormes escenografías minimalistas que muestran el vacío de un mundo materialista y desolador, y por medio de una alternancia de planos panorámicos con primeros planos nos permite disfrutar de la terna central, captando guiños y matices que construyen el tono justo de una comedia velada, en la que se luce en particular Penélope Cruz, en un gran momento de su carrera (está nominada al Oscar por su papel en Madres Paralelas, de Almodóvar). El juego de cajas chinas de hablar del cine desde el cine, subrayando la impostación de creernos lo que aparentamos, les da la excusa perfecta a Cohn y Duprat, en complicidad con sus tres protagonistas, para reírse de sí mismos y tomarle el pelo a buena parte de los pecados capitales de la industria cinematográfica en relación con la popularidad, el prestigio, la soberbia, la codicia, la superficialidad, los clichés y la esencia misma del arte. La dupla creativa retoma varias de las temáticas que habían trabajado en películas anteriores, y como en El ciudadano ilustre (gran realización de 2016 que marca lo que muchos consideramos su mayor logro) explora el mito de Caín y Abel: la dualidad humana representada por dos personajes que son caras opuestas de la misma moneda. El resultado es una parodia sutil sobre el valor de los premios, una gran broma (desde el título hasta el final abierto) a la que tal vez le sobren algunos minutos pero que sin dudas se presta a ser objeto de consumo como parte de la industria del entretenimiento para analizar en la charla y el cafecito post función.
La premisa de 1917, la nueva película de Sam Mendes que hace un par de semanas se alzó con dos premios Golden Globe como Mejor Drama y Mejor Dirección, y que es candidata al Oscar en 10 categorías, tiene algunos puntos de contacto con el recordado filme de 1998 dirigido por Steven Spielberg: Salvando al soldado Ryan. Este drama bélico británico, que transcurre durante la Primera Guerra Mundial, tiene lugar en territorio francés y se inicia con una misión casi imposible: en una carrera contra el tiempo, dos jóvenes soldados deberán cruzar la “tierra de nadie” hasta el territorio enemigo para entregar un mensaje que evitará una emboscada mortal contra un batallón de 1600 soldados, entre los que se encuentra el hermano de uno de ellos. Basándose en parte en las experiencias relatadas por su abuelo, quien fuera cabo en la Primera Guerra Mundial, Sam Mendes escribió el guion de esta historia tan apasionante como conmovedora y tan desgarradora como bella. El director logra que el público establezca una gran cercanía con los personajes, ya que, inspirado en películas como Paths of Glory, de Stanley Kubrick (1957), recurre a largas tomas para dar la sensación de un plano secuencia. El efecto consigue gran impacto gracias a un impecable montaje con “cortes invisibles” a cargo de Lee Smith, quien perfeccionó técnicas concebidas por el mismísimo maestro Alfred Hitchcock. Este prodigio técnico, que exigió la construcción de casi dos kilómetros de trincheras en Escocia y llevó dos meses de ensayos antes de comenzar el rodaje, le imprime a la historia un ritmo narrativo que mantiene la tensión y la atención, y al mismo tiempo pone en primer plano la dimensión humana de la epopeya, colocándonos junto a esos hombres de carne y hueso, puestos a prueba hasta el límite de sus fuerzas en el salvaje cuerpo a cuerpo de una guerra de trincheras. La crueldad del campo de batalla, donde abundan los campos minados, el alambre de púas, los cadáveres y las ratas, alterna con momentos no exentos de cierto tono que roza lo melodramático, pero que se redimen en escenas que logran un vuelo poético, gracias a la extraordinaria fotografía de Roger Deakins (en particular en secuencias como la de los pétalos de cerezo o las ruinas de la iglesia iluminadas por el fuego de un bombardeo). La banda sonora también subraya la cuerda emotiva, que alcanza su punto culminante con la canción 'The Wayfaring Stranger', interpretada a cappella por Jos Slovick en el medio del bosque a modo de plegaria o spiritual, ante el pelotón que se dispone, ciega y resignadamente, a obedecer órdenes y “cumplir con su deber”, jugándose la vida para poder “volver a casa”. En definitiva, 1917 es una película de guerra diferente, que cuenta con sobrados méritos para alzarse con las múltiples nominaciones y premios que viene cosechando en esta temporada.
A un tipo se le ocurre la idea de robar un banco, casi como si se tratara de un hecho artístico, un evento único que será su manera de dejar una marca personal para la posteridad. Con esa meta en mente, se dispone a armar un equipo, estudiar hasta el más mínimo detalle y diseñar el plan perfecto. Esa es la historia, basada en hechos reales y relatada desde el punto de vista del cerebro del golpe (Fernando Araujo quien participa como coguionista junto con Alex Zito), que cuenta El robo del siglo, la nueva película de Ariel Winograd (Mi primera boda, Sin hijos, Mamá se fue de viaje) que llega hoy jueves 16 de enero de 2020 a las salas argentinas. Justamente este lunes se cumplieron 14 años de aquel viernes 13 de enero de 2006, el día en que la banda conformada por Fernando (Diego Peretti), Marito (Guillermo Francella), un mecánico apodado El Marciano (Pablo Rago), Beto (Rafael Ferro) y el contacto (Mariano Argento) entró a la sucursal del Banco Río de Acassuso, tomó 23 rehenes, se llevó 15 millones de dólares de 147 cajas de seguridad y logró huir con el botín ante la atónita mirada de los más de 300 policías y francotiradores del Grupo Halcón que rodeaban el lugar, comandados por el fiscal (Mario Alarcón) y el negociador Miguel Sileo (Luis Luque). El plan no hubiera sido redondo si no hubiera tenido en cuenta que para convertirse en “héroes” los ladrones tenían que contar con la complicidad popular, de modo que dejaron sus armas (de juguete) junto a un cartel que decía “Sin armas ni rencores, en barrio de ricachones, es solo plata y no amores”, apelando al viejo lema robinhoodezco, tan caro al inconsciente colectivo argentino: “el robo de guante blanco no tiene víctimas”. Con buenas actuaciones, tanto en los papeles pequeños (Magela Zanotta es La Turca, Johanna Francella es Lucía, Pochi Ducasse es la señora del banco y Juan Tupac Soler es uno de los rehenes), como en los protagónicos, especialmente a cargo de la dupla central de Francella y Peretti, dos actores con mucho gancho y una presencia muy potente en pantalla, el director construye un relato ágil y entretenido de género, a imagen y semejanza de Ocean 11, con un final al mejor estilo Dos tipos audaces: los dos rufianes simpáticos y queribles (salvo para los damnificados, claro está) alejándose con rumbo al horizonte en un convertible rojo. La película está salpicada de chispazos de humor, que plasman la idiosincrasia argentina, como la mostraba Nueve Reinas , y también evoca, como una suerte de contracara de la misma moneda, el éxito de taquilla del cine argentino en 2019: La odisea de los giles. Tal vez, así como Relatos Salvajes marcaba un clima de época donde la violencia subyacente brotaba como el olor a podrido en distintas situaciones de (in)convivencia, los datos documentales de la crónica policial que aparecen sobre los créditos de El robo del siglo nos sirvan para reflexionar y preguntarnos qué robos estamos dispuestos a tolerar y justificar.
La primera parte de Maléfica, rodada en 2014, fue, si se quiere, una necesaria vuelta de tuerca del clásico La Bella Durmiente (1959), donde se jugaba a aggiornar el rol femenino y sobre todo cambiar la mirada sobre la villana, en tiempos de feminismo y empoderamiento. Así, Maléfica era una hada que vivía en el bosque muy contenta hasta que un hombre al que ella amaba le cortó las alas (clarita la metáfora, ¿no?). Desde ese entonces, deja de creer en el amor y se “vuelve mala” hasta que muchos años después descubre el amor maternal hacia su ahijada Aurora que despierta del hechizo y se convierte en Reina del Páramo donde se crió. Esta segunda entrega arranca 5 años después, cuando el Príncipe Phillip (en esta segunda parte interpretado por Harris Dickinson que reemplaza al actor original en ese rol) le propone casamiento a Aurora (Elle Fanning), lo que implica la unión de dos familias, y por ende de dos reinos. A partir de allí, se teje una trama de lucha de poder entre la Reina Ingrith (la eternamente espléndida Michelle Pfeiffer) y Maléfica (Angelina Jolie, muy efectiva en el rol protagónico) y se entabla la eterna pugna entre la guerra y la paz. El guión parece surgido de una “fórmula de best seller”, donde se agrega un poco de todos los ingredientes políticamente correctos necesarios para no quedar mal con nadie pero el resultado es una mezcla que resulta un tanto enmarañada e insípida, llena de personajes chatos, clichés y filosofía barata. Disney parece querer disfrazarse de Tolkien y pasar del cuento de hadas a la aventura épica pero este nuevo atuendo (bastante parecido a una armadura) no le sienta muy bien y le hace perder agilidad e identidad. El resultado es que Maléfica II tiene poca magia, y más allá de un par de secuencias con unos simpáticos personajes del bosque (que parecen una cruza entre los personajes de Avatar y la esencia de los Minion), la película no está dirigida a los más chicos, sino que apuesta a la espectacularidad del clímax con las escenas de guerra entre el ejército de los humanos, con la Reina Ingrith a la cabeza y los descendientes del Ave Fénix, es decir Maléfica y los habitantes alados del inframundo, pero se queda a mitad de camino. Hay guiños para una lectura adulta (por ejemplo que la reina ha generado miedo en su pueblo a través de fake news para así manipularlos y lograr que destruyan al enemigo que ha construido) pero son carentes del humor que suelen tener y no alcanzan para compensar una premisa de base estirada hasta lo inverosímil, para llegar de todos modos a la foto final de nuestra dulce Aurora (casada con el príncipe) vestida con un corset rosa y el consabido “comieron perdices y fueron felices para siempre”.
Es verano en la Costa Brava. En un restaurante cerca del mar, un grupo de amigos alrededor de una mesa redonda alterna bromas y mariscos con negocios. Uno de los comensales anota algo en una libretita negra y le dice a otro de los presentes: “Lo tuyo ya está”. Se trata de una reunión de dirigentes de un partido autonómico español organizada por Manuel, un tipo carismático y hábil, llamado a ocupar lugares de poder, que resulta ser el centro de una trama de intrigas políticas y corrupción que pronto sale a la luz. A medida que los medios van dando a conocer la investigación que devela detalles de un escándalo multimillonario, el círculo se va cerrando y como dice el tango “están secas las pilas de todos los timbres que vos apretás”. Manuel intenta borrar las huellas que lo vinculan a los negociados pero irremediablemente queda expuesto por quienes quieren hacer control de daños señalándolo como la manzana podrida. Sin embargo, no está dispuesto a ser el chivo expiatorio de quienes están más arriba en la cadena de mandos del partido, devenido en una verdadera banda organizada, y se la juega con las pruebas que le quedan como seguro para presentarse como arrepentido ante la prensa y dar pelea en los tribunales, tratando de salvar lo que pueda del naufragio. Rodrigo Sorogoyen, talentoso co-guioniosta y director de El reino (de la corrupción) comenta que “la película nació desde la indignación”, que luego se transformó en un ejercicio para entender cómo (el político) se ha metido ahí, cómo encaja en una maquinaria añeja pero bien aceitada. Desde ese punto de partida construye una intriga que cuando uno podría suponer que va a encaminarse por los carriles trillados, pone el pie en el acelerador y se vuelve vertiginosa y atrapante. La fotografía y la edición son quirúrgicamente exactas y la actuación de Antonio de la Torre como Manuel es de una contundencia apabullante, en todo el recorrido del personaje, desde el canchero que se da la gran vida al traidor despreciado (“traicionar es no obedecer cuando se te dice”, le recuerda su jefe), que intenta aferrarse al “sálvese quien pueda” ante su inexorable caída. Cualquier parecido de esta historia con la realidad de nuestro país no parece ser mera coincidencia. La escena final es un broche magistral a una película inteligente y dolorosamente real, que nos interpela a todos, y que resulta necesaria para despertar a una sociedad que parece anestesiada, de uno y otro lado del océano.
Así habló el cambista es una película basada en la novela homónima de Juan Gruber, dirigida por Federico Veiroj (en una coproducción internacional liderada por Oriental Features y Rizoma, junto con la empresa alemana Pandora Filmproduktion), que además fue seleccionada para representar a Uruguay como precandidata para los premios Oscar del próximo año. El protagonista (Humberto Brause, interpretado por Daniel Hendler) narra en primera persona la historia que se desarrolla en Uruguay en la década de 1970. El racconto comienza con un flashblack y la voz en off se remonta a 1956, cuando Humberto conoce a Gudrum, su futura esposa (Dolores Fonzi), la hija del Sr. Schweinsteiger (Luis Machín) e inicia su carrera como cambista de la mano de su suegro que lo recluta para “limpiar ciertos dinerillos de su incómodo pasado”. Él mismo describe a los cambistas, émulos de los mercaderes expulsados de la puerta del templo por Jesús, como “el origen de todos los males”, y termina, 20 años y dos infartos después, preguntándose cómo llegó hasta donde está. La trama repasa oscuros episodios de corrupción, violencia y plata sucia de la política en los infames años en los que Uruguay, Argentina y Brasil vivieron su capítulo más siniestro y sangriento a manos de la Triple A, las organizaciones terroristas y las sendas dictaduras militares que se entronizaron en el poder, pero nos permite acercarnos a esa época tan dolorosa desde una óptica con cierta distancia (tras casi medio siglo y desde el otro lado del charco), a través de la mirada de un personaje pusilánime y despreciable que por codicia se ve envuelto en una encrucijada de la que le será difícil salir. El elenco encabezado por Daniel Hendler, Dolores Fonzi y Luis Machín cumple una muy buena labor en la detallada creación de sus personajes, especialmente Hendler, que se valió de una notable transformación física para encarnar este protagónico muy distinto de otros papeles en los que apela a la empatía, y que marca una de las actuaciones más logradas de su carrera.
Gustavo Fontán, coguionista y director, dice, acerca de las motivaciones que lo llevaron a rodar este filme, producido por Lita Stantic y El Deseo: “Durante muchos meses me hice muchas preguntas sobre la ternura en el mundo, sobre las formas de vincularnos con los otros. Hay algo que me impacta: el modo como se dan las transacciones entre los humanos en un mundo que propone la alienación. Mónica debe dinero, no es mucho, algo así como un sueldo mínimo. Pero para ella y sus seres cercanos, es mucho. El derrotero de Mónica, si bien está sustentado en la necesidad de conseguir dinero, pone en evidencia vínculos, aun cercanos, que se constituyen como transacción. La sensación que tuve y que tengo, y que espero le dé sustento emocional a la película, es que todos, de algún modo, en este mundo en que vivimos, cada día nos vamos quedando un poco más solos”. Sobre esa premisa, el director se dispone a construir el relato de La deuda, que describe como “su película más narrativa”. La película comienza con el planteo del conflicto que se resume en la primera escena: Mónica tiene que reponer un dinero que se llevó de su oficina; no es la primera vez que esto sucede y su compañero de trabajo no está dispuesto a cubrirla más allá del plazo perentorio de la primera hora del día siguiente. A partir de ahí, se desenvuelve el nudo de la trama que consiste en seguir a la protagonista en un periplo laberíntico entre el conurbano y el centro, con la misión de reunir la suma, pero el ritmo narrativo se hace lento, detenido en esperas y largas tomas que documentan minuciosamente los detalles de lo que Mónica ve por la ventanilla de los vehículos que la llevan en esta interminable procesión nocturna. Belén Blanco, la protagonista excluyente, intenta dotar a su personaje de verdad y logra transmitir cierta sensación de vacío existencial y tristeza que se apoderan de Mónica durante todo el filme. En general las actuaciones del resto del elenco adoptan un tono monocorde y con pocos matices, con la bienvenida excepción de Leonor Manso, que tiene una intervención corta pero efectiva cerca del desenlace. La película parece iluminarse con las primeras luces del día pero el final abierto e interesante no logra redimir un relato que resulta oscuro y moroso.