En El árbol de peras salvaje el protagonista absoluto y dueño del punto de vista es Sinan (Aydın Doğu Demirkol), un veinteañero bastante terco, cínico, despectivo e irritante que acaba de graduarse en la carrera de Letras y regresa al hogar familiar en una zona rural. No tiene trabajo, plata, pero está obsesionado con publicar un libro aunque el lugar no es precisamente un centro literario cargado de oportunidades.
La relación sobre todo con su padre Idris (imponente trabajo de Murat Cemcir), un maestro de primaria adicto a las apuestas turfísticas, es más que tirante, pero tampoco se lleva demasiado bien con su madre ni con su hermana menor. Demasiado metido para adentro y con un aire de superioridad, terminará peleándose con otro joven, desperdiciando la oportunidad de acercarse a una bella amiga (¿ex amante?) y tratando de impresionar a otros escritores...
Las diferencias generacionales, las contradicciones entre quienes llegan de la urbe y aquellos que se quedaron en el pueblo chico, las cuestiones intelectuales y afectivas, los modestos logros y múltiples decepciones de la vida, y el tema de la desesperación por el dinero son algunos de los conflictos que van aflorando de forma natural, casi imperceptible, en este ensayo chejoviano que está construido con paciencia y sensibilidad, con un extraordinario elenco y buscando que cada diálogo, cada plano en interiores o exteriores tenga la carga dramática justa y necesaria.
Brillante guionista y virtuoso puestista y director de actores, Nuri Bilge Ceylan se permite aquí infrecuentes momentos de humor y un espacio para la emoción (sobre todo en la resolución de esa tensa relación con su padre) que convierten a El árbol de peras salvaje en la película más accesible y tierna de su filmografía. Claro que estamos ante un largometraje de más de tres horas que mantiene la austeridad y el rigor de todo su cine. El realizador turco estará más sensible, pero no cede a las tentaciones del crowd-pleaser.