Lo primero que vemos en El árbol de peras silvestres es un reflejo. Sinan está sentado ante un gran ventanal que muestra difusamente el mar y la costa lejana. Lo primero que escuchamos es el graznido de las gaviotas. Se distrae la atención hacia el cuerpo de Sinan (Dogu Demirkol), pero curiosamente, podemos distinguir su mirada cargada de hastío. Por varios segundos, no es él quien se mueve, sino el oleaje reflejado en el ventanal. Esto nos presenta una dicotomía que Ceylan nunca pierde de vista: Sinan, escritor sin publicar todavía, intentará integrarse a su entorno lo más posible. Pero los alrededores sólo terminarán siendo un reflejo bello pero difuso para él. El reflejo del entorno es, entonces, un impedimento que de todas maneras avasallará al personaje una y otra vez.
Hay dos fuerzas tensando la película: el pozo de agua del padre y la publicación del libro de su hijo. Si entendemos ambas fuerzas como antagónicas, estamos olvidando la bondad plena pero muy bien resguardada de Idris, el padre (Murat Cemcir). Varias veces durante la película podemos escuchar la risa de este como si se tratara de la travesura de un niño, sin malicia. Los chismes sobre sus deudas intentan distraernos de su presencia bonachona, pero el padre va testarudo a contracorriente.
Y en varias escenas vemos a Sinan reunirse con figuras estatales para conseguirle financiamiento a su obra “El Peral Silvestre”. Aunque reconocen su logro, el rechazo a su proyecto hará que el final de la película nos brinde una potencia secreta. Sin aspavientos ni melodramas, la última conversación entre padre e hijo permite entender que las certezas de los proyectos personales son efímeras como el tiraje de los ejemplares de Sinan, arrumados y humedecidos en una esquina de la casa de sus padres. Hay, tras estas certezas, misterios que la película nos revela de forma diáfana y para los que la palabra no basta.
Ceylan y Tiryaki, su director de fotografía, no se satisfacen componiendo planos de una profunda belleza que hablan de la testarudez de ciertos personajes. Más bien proceden a elaborar pasajes a dos aguas entre el sueño, la memoria y la vigilia. Son estos momentos donde la película adquiere un lirismo orgánico con aquellos “episodios” extensos donde la familia comparte o discute nimiedades, Sinan se consigue con una vieja amiga, o él mismo hace un largo recorrido con los amigos del pueblo. El gran sentido de la fluidez en la edición permite que estos mosaicos formen parte de un todo donde la ambigüedad no consiste en una confusión ni un ocultamiento de la trama, sino del espesor vital de estos personajes un tanto a la deriva.
Harían falta varios párrafos para hablar de los personajes femeninos en las películas del director turco. Cuesta olvidar a la hermana obstinada de Aydin (Haluk Bilginer) en Sueño de invierno (2014) o el personaje de la esposa en ese mismo film. Pero conformémonos con Hatice (Hazar Ergüçlü) y con Asuman, la mamá de Sinan (Bennu Yildirimlar). Aunque podemos creer que son personajes de reparto, Ceylan les dedica escenas de una honestidad sin igual. El encuentro con Hatice, en el campo y bajo un árbol, nos sugiere cierta chispa entre ella y Sinan, pero lo hace con planos que nos acercan a lo callado entre ellos, lo que no se dicen en medio de prejuicios (ella dejó el colegio, él está recién graduado) y una soledad insalvable. O las conversaciones con su madre que, no porque se limitan al escenario hogareño, resguardan años de inconformidad y silencio. Incluso la telenovela que ven en la televisión en dos momentos pareciera estar hablando de ellos mismos y no es gratuito que la cámara observe a esta familia desde el lugar del televisor
No son pocos los momentos llenos de una desnudez emocional que nos seduce a atender a cada pasaje con sumo detalle. Desde la discusión acalorada de Sinan con el escritor afamado hasta el reencuentro entre padre e hijo después de su paso por el servicio militar, la película de Ceylan va enlazando momentos con firmeza. De todas maneras, esta certeza consiste no en que conozcamos plenamente a nuestros personajes, sino en sostener pequeños gestos de cada uno de ellos, como si se tratara de aquel reflejo inicial; un reflejo que embarga y, al mismo tiempo, nos distrae.
Se trata, entonces, de acercar la imagen en movimiento a un estado más cercano al sueño y la memoria sin que eso signifique para el director de Distante (2002) caer en el hermetismo de, por ejemplo, el Tarkovski de sus últimas películas donde lo onírico y poético nos termina distanciando. Las vidas de los personajes en El árbol de peras silvestres fluyen como momentos valiosos que sólo podremos retener nosotros, espectadores, con un nuevo visionado; pero son vidas que se les escapan a ellos mismos entre frustraciones, contradicciones y sorpresas que nadie intuyó.