Este drama familiar del director turco compitió en el Festival de Cannes 2018.
Sinan (Aydin Doğu Demirkol), un joven aspirante a escritor, regresa a la casa familiar, una vez culminado sus estudios superiores, en busca de conseguir el dinero necesario para poder publicar su primera novela, El árbol de peras silvestre. Ni bien ingresa al pueblo lo intercepta un vecino reclamándole, en forma de comentario, el oro que su padre le debe. Desde ahí comenzará a descubrir que las cosas no han ido bien para con su familia, debido a las deudas de juego que contrae sistemáticamente su padre, un maestro escolar frustrado al que nadie toma en serio.
Podría decirse que el film mantiene una estructura episódica donde acompañamos al protagonista en sus encuentros y desencuentros al volver a casa, en los que también comienza a experimentar sentimientos de no pertenencia para con su pueblo.
Sinan oscilará, en dichos episodios, en busca de consejos y respuestas existenciales aunque, al poseer una personalidad dotada de confianza, sentirá que conoce las respuestas a sus preguntas, lo que irá construyendo distancias empáticas con las personas que frecuenta. Estos alejamientos están trabajados en la imagen como, por ejemplo, en la decisión de poner al protagonista en planos medios de espalda a cámara, cerrándonos a él, en tomas únicas de diálogos en los cuales jamás veremos su rostro y por lo tanto no sabremos qué le despiertan los personajes que están hablándole. O los encuadres que encierran pensamientos personalísimos de Sinan, embebidos en una subjetiva que cuesta comprender, pero acertadamente indescifrables al aceptar que el personaje es un ser incomprendido para las otredades.
También experimentaremos cómo el director, a través de los diálogos de los personajes, irá poniendo sobre la mesa planteamientos en referencia a la sociedad turca contemporánea; pero lo más interesante del guion es cómo se termina generando una circularidad en la vida del protagonista y su padre. Realizando, desde la dirección y el guion, un trabajo minucioso de puesta en escena que los irá alejando cada vez más mientras el relato avanza, al punto de dar un quiebre sin retorno entre ellos hasta que, un simple gesto, unirá lo que el hombre en su consciencia analítica decidió separar. Generando así en la película una metáfora sobre el aceptar quienes somos, contrapuesta a la terquedad de quien creemos ser.
Si bien trataremos de seguirle el paso a interminables diálogos filosóficos que vislumbran a Chéjov y Dostoievski, valdrán la pena los 188 minutos de película para vivir un final cercano, sincero y humano.