Mamoru Hosoda, director de cine y animador japonés, creador de La chica que saltaba a través del tiempo (2006), Los niños lobos (2012), El niño y la bestia (2015) y Mirai: Mi pequeña hermana (2018), estrenó en argentina Belle (El dragón y la princesa con pecas) una alegoría sobre la metamorfosis adolescente. La película da su inicio con una voz en off que nos ofrece la Bienvenida al mundo U; una App style comunidad virtual (red social) la cual acusa tener más de 5 billones de usuarios registrados. Su slogan reza “no puedes empezar de nuevo en la realidad pero puedes empezar de nuevo en U” y te invita a crear tu propio usuario (AS), denotando que ese avatar nacerá automáticamente de tu información biométrica; y cierra “U es otra realidad, AS es otro tú”. De repente, se produce un corte directo a una adolescente que está recostada en su cama boca abajo y que en una de sus manos sostiene un celular al cual observa apesadumbrada mientras pareciera padecer su propia existencia. Resulta que Suzu Naito de 17 años (cuya voz en japonés hace Kaho Nakamura) es una estudiante de secundaria, hija única, quien perdió a su madre en un accidente a temprana edad y vive con su padre en el campo de Kochi. Ella pareciera tener dificultades para conectarse socialmente, no sólo con su papá sino en general, desde la ausencia repentina de su madre. Ese dolor devenido en depresión adolescente le impide a Suzu poder desarrollar lo que más ama, cantar. Pero un día Suzu, ayudada por su gran amiga Hiroka (Rina Izuta) la cual es una genio de las computadoras, le insistirá para que se una a la App U y crearan juntas a Belle, una avatar dotada de una imagen bien hegemónica símil Idol, la cual dentro de ese metaverso se convertirá en la cantante de mayor influencia, muy al contrario del universo “real” al que la protagonista habita. La historia se va desarrollando ininterrumpidamente dentro de esos dos mundos paralelos en donde las personas se preguntarán quién es Belle mientras la idolatran. Suzu, sucumbida por el miedo a “ser vista”, prefiere no contarle a nadie que ella sea dicha influencer. Un día, en uno de sus recitales virtuales, Belle se topará con el villano del metaverso, conocido como el Dragón (o la Bestia), que pareciera ser perseguido por una especie de fuerza policial. En esta etapa de la película no es difícil ver un paralelismo a los efectos nocivos que provoca en las personas el bullying, el ciberodio, el abuso de violencia en las infancias, la manipulación y uso de fake news, y la angustia adolescente. Pero a la vez construye una metáfora de refugio (del bien) en el que pone al metaverso como lugar de encuentro para el alivio y la transformación de tantas personas que necesitan desconectar con la realidad en la que viven, e incluso buscar ayuda. Podríamos decir que Belle es un drama familiar, por momentos musical, que consigue alinearse al cuento de hadas de La Bella y la Bestia, pero donde el romance recae (sabiamente) en el noble compromiso de la amistad. Y si bien nos va dibujando una sutil alegoría social, me dio la sensación de que aun se sigue perpetuando al mundo binario y pueda que esa mirada ya no represente a las generaciones que hoy espectan. ¿Por qué si? Porque es un mágico viaje de aprendizaje, indagación, empoderamiento y aceptación al que muchxs adolescentes les tocará atravesar para poder reconocerse a sí mismxs entre tantas influencias del “deber ser”.
La tercera película del director uruguayo Manuel Nieto Zas se centra en exponer, a través del avance sutil de las nuevas generaciones de patrones y empleades, al clasismo naturalizado dentro del ámbito laboral de las relaciones familiares de tradición rural. El film da sus inicios con un encuadre poco particular, como si el director nos indicara el escaso margen de movimiento y elección que tendrán que sortear sus protagonistas interpretados por Nahuel Pérez Biscayart y Cristian Borges. En el plano visual, una bolsa de tela colgada de un techo oscila de un lado a otro de la habitación, si bien no sabemos qué contiene la misma, unx puede preverle; lo que sí vemos y oímos es a una mujer de unos cincuenta y tantos años que, con el rostro “bloqueado por estructuras” del lugar, danza frente a esa bolsa mientras entona una especie de ritual, como si tratara de “ahuyentar” algo. Con el avance de la escena se vislumbra que dentro de la bolsa hay un bebé, símbolo literal del avance generacional y quizás de la intención, poco consciente, de empezar a romper con ciertos patrones repetitivos que surgen del lugar donde nacemos. El primer personaje que conocemos es el de Rodrigo (Nahuel Pérez Biscayart), un joven hacendado “hijo de” casado con Federica (Justina Bustos) y ambos tienen un hije muy pequeño que podría, o no, tener algún tipo de problema de salud que desconocen; sin embargo el conflicto interno del personaje se enfoca en la mirada externa que tienen de él como patrón de estancia, en su manejo y posición frente a sus “peones” pero principalmente frente a su padre (Jean Pierre Noher), quien le demandará adopte una cierta autoridad y postura, acciones que hoy en día se sienten incómodas y que Rodrigo, claramente, no desea perpetuar; de ahí es que nace la tensión contenida del personaje durante todo el film, quien si bien parece dudar todo el tiempo de sí mismo en realidad ansía encontrar nuevas formas de convivencia laboral que disten de la establecida. Debido a que Rodrigo necesita personal para sus tractores, y siguiendo el consejo de su padre, pedirá ayuda un viejo empleado de éste, un tal Lacuesta, quien parece vivir en una zona alejada de Uruguay al límite con Brasil y donde hablan portuñol. Durante este encuentro (de dos mundos totalmente polarizados) Lacuesta acusa tener problemas de salud debido a su edad pero le ofrece a su hijo Carlos (Cristian Borges) para hacerse cargo del empleo. Este es un joven reservado, respetuoso y por consiguiente ligado al “deber ser”; sin embargo deja en claro que su deseo máximo es entrenarse para ganar el próximo raid ecuestre; pero, bajo la atenta “mirada” de su padre, Carlos acepta el empleo ofrecido por Rodrigo ya que también está casado con una compañera y tienen un bebé al cual mantener. El vaivén, la duda, el trabajo casi hereditario, los movimientos confusos de sus protagonistas como padres y la imprecisión a la hora de afrontar decisiones en la vida adulta, serán las cualidades principales que llevarán adelante una historia honesta, casi documental, de cómo estos dos jóvenes, marcados cada uno por una tradición familiar que sienten obsoleta, tendrán que adoptar igualmente ciertos mandatos y costumbres que ya no les son propios pero que fueron signados por su lugar de nacimiento. Esta distancia provocada por una construcción socio-económica de años llevará a los protagonistas a transitar juntos choques de realidades con leves esperanzas de cambios y marcados con el peso del legado de una culpa. ¿Por qué si? Es un film que nos invita sutilmente a hacernos preguntas sobre nuestras propias dinámicas familiares, aquellas donde las respuestas nos interpelan crudamente y que una vez conscientes no podremos ser indiferentes.
Se escuchan respiraciones agitadas, fuertes, entrecortadas, de ritmos variados, con una voz que exhala números ordenados en forma de conteos que ascienden sostenidos en la plenitud de un encuadre totalmente negro. Así da comienzo la ópera prima de Felipe Gómez Aparicio; desde un marcado y estricto vacío negro dentro del cual nos cuesta respirar. Acto seguido, abre imagen para la presentación visual de su personaje; el encuadre parece observarlo encerrado en un closet completamente oscuro, metáfora más que idónea para todo lo problematizado en su protagonista a lo largo del film, quien sólo puede identificarse a contra luz a través de una silueta de un cuerpo esculpido que responde a los cánones masculinos de belleza establecidos por el arte de la Grecia antigua. Un cuerpo hegemónico, joven, curvilíneo y viril, presentado en detalle de forma abstracta y fragmentaria; y al final un rostro, un rostro observado desde el propio reflejo que el espejo le devuelve mientras se contempla bajo el peso de una mirada exterior. Luego, el director nos presenta a su segundo e inquietante personaje, la madre. Quien, de formas frías pero íntimas, le acerca a su hijo un licuado y le inspecciona, centímetro a centímetro, la masa muscular del cuerpo casi desnudo de David (16) tocándolo con sus manos mientras él parece sostener una inmutable pero dolorosa entereza escultural frente a ella y su clara (pero elíptica) situación de abuso sexual adolescente. Grandes temáticas se irán desprendiendo a lo largo del relato dentro de esta familia disfuncional. Pues resulta que esta madre (Umbra Colombo) es artista plástica y decide hacer de su hijo (Mauricio Di Yorio) una obra de arte viviente; símbolo de la búsqueda de la perfección en lxs hijxs y la consecuente carga que estxs conllevan en función de la aprobación de algún día ser suficientes. Esta dinámica toxica está representada en la fotografía donde las ausencias de luz y la estaticidad de las cosas plantean un estado anímico de depresión y padecimiento constante por parte del adolescente quien se ve imposibilitado de poder decirle que no a su propia madre. Esta fría deshumanización del deportista en estado puro del personaje saca a relucir el concepto de hasta dónde el deporte es sinónimo de salud y pone en primera plana problemáticas del detrás del mundo del fisicoculturista, como la de violentarse los cuerpos con el uso excesivo de anabólicos para alcanzar volúmenes musculares casi imposibles, incluso en menores en desarrollo y bajo la mirada de adultxs “responsables”. Claramente hay un erotismo latente en todo el film. David se encuentra atravesando la etapa de la adolescencia y sus compañeres de colegio, de lo único que hablan es de sexo, sexo y sexo, enunciando cometarios básicos de “si haces esto es de puto y aquello es de puto” o “¿qué preferís? cogerte a tu mamá o… bla” humoradas típicas y atrasadas que David parece escuchar sin participar ni sonreír, pues no se atreve a mover un solo musculo que pueda irrumpa la imagen “perfecta” que lxs demás esperan de él. Toda esa presión depositada en su cuerpo sobre el “deber ser” va fagocitando la esencia del sentir del personaje, hasta que paradójicamente, la escultura colapsa y es vencida por la caída simbólica de la obra de Goliat. ¿Por qué si? Porque El perfecto David es un film sensible, honesto, necesario y urgente que supo hablar, de forma elíptica y poética, sobre la violencia en las adolescencias sin minimizar la problemática.
Opera prima de la escritora argentina Mara Pescio y protagonizada por Miss Bolivia, una historia que hace foco en un universo completamente femenino donde se desarrolla, principalmente, una de las tantas formas de maternar exhibiendo en cada fotograma el desvanecimiento del “deber ser”. Simone de Beauvoir fue una de las primeras feministas en señalar a la maternidad como una atadura para nosotras pues anula e impide la existencia y la trascendencia social de la mujer; y pareciera ser que Pescio también pone en cuestionamiento la construcción alrededor de la identificación de que la mujer equivale a ser madre. Resulta que Julia (Miss Bolivia) es una mujer argentina, de aproximadamente 40 años, que se “gana la vida” en Brasil cantando en bares y cantinas a la que pareciera no irle muy bien económicamente. Un fin de semana cruza la frontera hacia Argentina con su auto y regresa a su ciudad natal y al barrio del que se alejó tras el deseo de grabar un disco. Su entorno parece ser hostil, pues ella se mueve a escondidas, como pidiendo permiso por los lugares que alguna vez fueron suyos… pero no. Parte de su regreso se debe a que tiene que firmar una autorización legal para que su hija se mude con su padre a Paraguay, pero de alguna manera Julia Madre no sabe como acercarse a Clara Hija (Irina Misisco) después de tantos años de ausencias. Esta danza vincular entre ellas será lo que irá deconstruyendo el famoso concepto de instinto maternal; ese supuesto amor espontaneo e incondicional que surge de toda mujer hacia sus hijxs y que crea además la obligación de ser ante todo madres haciendo caer (hermosamente) la vieja idea patriarcal de que toda mujer es madre en potencia, en deseo y necesidad. Incluso estableciendo una fractura social desde la mirada del otrx (representada en les vecinxs) de que las que no manifiesten cualidades maternales serán sospechosas como mujeres y como “personas de bien”. ¿Por qué si? Porque Mara Pescio entendió que no hace falta hablar de formas de maternar para hablar de formas de maternar y eso hace que la película trascienda, más allá de cualquier tecnicismo, emergiendo las miradas que sí nos identifican en el cine con perspectiva de género.
Yo nena, yo princesa es el nuevo film de Federico Palazzo, basado en hechos reales extraídos del libro Yo nena, yo princesa: Luana, la niña que eligió su propio nombre, de Gabriela Mansilla, madre de la primera niña trans del mundo en recibir su documento de identidad, de acuerdo a su autopercepción de género, a través de la Ley 26.743 de Identidad de Género sancionada en 2012 en Argentina. Película muy necesaria para reconocer en un otre lo que se siente y se habita. Es importante y clave que al momento de audiovisionar este film nos situemos en su narrativa como espectadores del presente de la historia que se relata, pues aún, en ese tiempo y espacio, nuestras luchas colectivas de feminismo y diversidades permanecían ocultas bajo el peso equívoco de una mirada heteronormativa y sociopatriarcal; y que si bien hoy nuestras luchas continúan, la apertura empática es otra. Resulta que Eleonora Wexler y Juan Palomino interpretan a una pareja de mapadres de mellizos de sexo masculino (Isabella G. C. y Valentino Vena) donde el “conflicto” reside en que uno de los chicxs, Manuel, no se identifica con el género que le asignaron al nacer. Desde el inicio, la madre trata de comprender cuál es el padecimiento que le aqueja a su hije, quien parece aislarse de sus espacios, como si no le pertenecieran. El padre minimiza la percepción de considerarse nena de Manuel y trata de “extirparlo” con resistencias y castigos, hasta caer en el ocultamiento social, el famoso si pero no de la construcción machista, sexista y patriarcal, pues Palomino interpreta a ese gran número de personas a las que les resulta totalmente difícil (casi imposible) aceptar un universo no binario. Sin embargo, su madre, en búsqueda constante por el bienestar de ese hije, lucha incansablemente desde el amor dando pelea a la ignorancia de médicos, psicólogos, abogados y organismos educacionales, que solo generan en esta familia oscuridad e injusticias, hasta que consigue dar con una psicóloga, hermosamente interpretada por Paola Barrientos, la cual le brinda el apoyo humano necesario para poder transitar el camino, poco conocido entonces, sobre el derecho a la identidad de género trans. La niña Isabella G.C., quien interpreta a Luana en la película, es la primera niña trans actriz en el mundo, siendo también la primera historia cinematográfica mundial que habla de la infancia trans. Un doble dato repleto del color del arcoíris lleno de información de todo lo que está bien en el cine argentino. ¿Por qué si? Porque Gabriela Mansilla, mamá de Luana y activista por infancias y adolescencias travestis trans expresó en una proyección de cine-debate que “Aun falta visibilizar un montón: la expectativa de vida de las personas travesti trans sigue siendo de 35 años, el 1% solamente llega a la vejez y tenemos un alto porcentaje de índice de suicidio, todavía no tenemos una ESI que contemple los derechos de las niñeces travestis y trans dentro de las escuelas”. Por ello importa que un cine busque, a través de su relato, sanar en comunidad mientras abraza a las niñeces, con escucha y respeto, informándonos sobre derechos y libertades, porque esta película no deja de ser también la historia de muchas personas de la comunidad travestis trans que han sido “expulsadas” de la sociedad, sin ningún tipo de contención, información y/o espacios de escucha.
El director Ken Loach, dos veces ganador de la Palma de Oro en Cannes con El viento que acaricia el prado (2006) y Yo, Daniel Blake (2016), retorna al cine con un relato crudo sobre la vida diaria de una familia “tipo” de clase trabajadora de Newcastle. El film comienza con la voz en off de dos sujetos sobre pantalla negra, uno responde preguntas a un otrx que las formula. Palabras, que parafraseando, expresan: “hice de todo en mi vida” / “hice todo lo que me dijeron” / “quiero ser mi propio jefe” / “nunca he aceptado algún recibo de empleo del Estado porque tengo mi orgullo” afirma quien responde; acá la imagen aparece y sincroniza con el audio, donde vislumbramos que estamos siendo testigos de una entrevista laboral. El plano de inicio nos dispone a mirar desde los hombros de nuestro protagonista quien está ubicado de espaldas a cámara, marcándonos un claro punto de vista, y denotando una especie de simbología a la generalidad de la clase trabajadora, pues no importa quién seas, el speech siempre será el mismo: “Acá no contratamos, acá te subes a bordo, acá nos gusta llamarlo incorporación, porque no trabajas para nosotros, trabajas con nosotros… somos una familia” y así perpetua en su discurso fascinante para luego deslizarle al solicitante que en ese lugar no hay contrato de trabajo, simplemente se debe cumplir con las entregas de los paquetes a destino. Luego le pregunta, al futuro empleado, si está de acuerdo con lo explicado. Este hace una pausa mientras descubrimos finalmente su rostro en cámara, y termina aceptando sin saber bien a que estaría accediendo. En este diálogo de inicio, el director refuerza la idea engañosa y capitalista de que “todo lo que hagas será tu elección” como una especie de premisa que guiará el pulso de la película y que solapará, gracias a la instauración de la culpa propia, la ausencia de los derechos laborales. A grandes rasgos podría decirse que, en Lazos de familia, Ricky Turner (Kris Hitchen) y su mujer Abbie Turner (Debbie Honeywood) han luchado por salir adelante económicamente. Un día se presenta “una oportunidad” con la que podrían crear su propio negocio y de esta forma quizás poder avanzar en la sociedad. Lamentablemente, conoceremos las penurias que estos personajes nobles irán padeciendo como si se tratara de una enfermedad llamada «trabajo» a lo largo de todo el film. Ya que el miedo al desempleo en las personas trabajadoras, y con poco margen de ahorro, los mantiene aceptando condiciones laborales paupérrimas lo que sirve a les empleadores porque reducen sus costos de mano de obra y de esta manera multiplican la productividad; lo que por consecuencia divide al mundo en domadores y domadxs (ya lo había dicho Galeano) desnudándose así en el relato que aquello que se viste de «emprendimiento» no es más que una nueva forma de precarización laboral. Si bien Ken Loach ha sido señalado, por les intelectualoides de la cinefilia, como un cineasta poco imaginativo porque trabaja sus historias muy ceñidas al realismo, en este film se puede apreciar la connotación de su puesta en escena, sólo hace falta comprometerse con ella para poder ver las sutilezas del entorno. Por ejemplo, en una de las escenas donde la familia trata de dialogar para poder comprender y resolver los conflictos que aquejan a su hijx adolescente, puede dilucidarse la dinámica emocional y familiar al momento de la discusión con tan sólo prestar atención a la forma en que están dispuestos los manteles individuales sobre la mesa. Pues tres de los cuatro manteles están ubicados casi en oposición al cuarto mantel, el perteneciente al hijx en conflicto, este mismo contiene un vaso de vidrio, con algo de agua, apoyado por sobre sus márgenes, casi “a punto de caerse”, enunciando también el estado límite de fragilidad en que se encuentra ese adolescente. Incluso el nombre original del film es Sorry We Missed You (Lo siento, te extrañamos), es un juego de palabras del encabezado de las notas que les repartidores, como Ricky, dejan en los domicilios donde nadie les recibe los paquetes y que expresan, poéticamente, el estado emocional de cada integrante de esa familia. Sin embargo, creería que en este tipo de historias no hacen falta alegorías ni metáforas para mostrarnos lo que no vemos y tenemos en frente, o mejor dicho, encima nuestro ¿no les parece? Pues lo que hace aquí su director es desnudar las estrategias que utiliza el capitalismo para neutralizar(nos) los derechos laborales para conseguir deshumanizarnos, desvalorizarnos y convertirnos en un bien desechable, y siempre, haciéndonos creer que todo fue por decisión propia. ¿Por qué si? Porque a lo largo del film, descubriremos que la mirada cruda del director sobre la injusticia y la locura de supervivencia de esta familia (y de muchas familias en el mundo), nace del propio sistema que las engaña y les hace creer que no hay más opción que seguir porque peor es estar desempleadx. Y porque las historias de les trabajadores importan que sean relatadas sin finales ni bajadas de líneas que aludan a la famosa recompensa del trabajo duro. Por ello necesitamos este cine, porque es sincero, honesto y, por sobre todo, humano y empático.
Documental chileno en el cual su directora, Karin Cuyul, reflexiona sobre su infancia mientras regresa a los lugares en los que creció para poder darle sentido a sus recuerdos silenciados. Podes audiovisionar este film en Puentes de Cine. La película da su inicio con la voz en off de la propia directora mientras observamos imágenes difusas en primera persona. Encuadres desenfocados, desanclados y recortados de una realidad perceptiva de lo que pareciera ser un incendio de su propio hogar de niña. A partir de esa experiencia en la que ella siente que comenzó a “desaparecer como el pueblo” (en referencia a Chile) acusando que “todo acabo y comenzó ese día”, decide reconstruir la estructura de este documental personal que mutará a una enorme metáfora sobre la historia de un país y sus consecuentes dictaduras. Resulta que la directora recibe su nombre de Karin Eitel, una mujer detenida y torturada en la dictadura de Pinochet en 1987. Como homenaje, su mamá y su papá la llaman Karin y hoy ella reconstruye, desde su lugar de individua, parte del pasado del pueblo chileno. Durante el recorrido del relato, ella confiesa que “cada vez que avanzo (en la historia de por qué la llamaron así), mi madre dice no.” Entonces, en función de estos “secretos familiares” emprende su viaje hacia los espacios y lugares en donde fue subsistiendo con su familia, esperanzada de poder recordar o, al menos, reconectarse con su niñez y quizás, desde ahí, poder comprender el silencio de sus mapadres. Así como Karin reconstruyó su adultez omitiendo, de alguna forma, su propia infancia, Chile lo hizo con su democracia mientras omitía la propia historia. Lo no dicho en su madre y su padre, ahora sobrepasan el ámbito personal y, es por ello que, la búsqueda sobre la recolección de recuerdos no culmina con la historia de origen de su propio nombre, sino que el cine denota, otra vez, que lo personal es político. Karin observa y reflexiona en primera persona desde la parte trasera de un auto en búsqueda de memorias durante todo el film. Jamás la vemos a ella, pues somos ella mientras viajamos y miramos por la ventana hacia un afuera al que nunca salimos, lo que nos despierta preguntas ¿Adónde vamos? ¿De quién huimos? ¿Por qué viajar es mi mayor recuerdo? Ella relata que su familia nunca tomó fotografías, por lo que también recorre su infancia a través de imágenes de archivo que una familia le prestó para su reconstrucción. Y acá es donde genera el estudio de la propia mirada pero desde lo ajeno, recordando que la base de su familia siempre fue la de pertenecer a un no lugar, pues ellxs “no eran ni de uno ni de otro, no pertenecían ni al Si ni al No…” y ese “silencio familiar”, esa “identidad invisible”, se debe, según su propio padre, a que “Chile es un país muy largo y la historia en cualquier momento se puede repetir”. Historia de mi nombre es un documental reflexivo sobre la búsqueda de un pasado individual que atañe a todo un país.
Coproducción argentino-brasileña dirigida por Roly Santos, con guion de Oscar Tabernise, la película está basada en la novela El muertito y ambientada en la selva de la triple frontera entre Paraguay, Argentina y Brasil. Un ex policía, que languidece resistiéndose al retiro, acepta resolver un crimen en la selva de la triple frontera entre Paraguay, Brasil y Argentina. Detrás del crimen hay un mundo peor que el que se imaginaba, que lo atrapa y sumerge en el lodo de relaciones de complicidad y traición donde para sobrevivir no puede confiar en nadie. El film parece asumir la estética de género neo-noir, una búsqueda dirigida al policial negro. Al principio me hizo acordar al film Cuatro estaciones en la Habana, los cuadros dentro de cuadro, el color virado a los verdes, las locaciones, la rusticidad del protagonista. Pero, con el avance de la historia, los planos empezaron a repetirse. Los puntos de vista casi idénticos en todo el desarrollo de sus personajes provocan cierto estancamiento. Lo mismo parece suceder con el guion y el cierre de las subtramas que abre. La gran variedad de personajes e historias parecen pelear por el protagonismo, creando quizás un desequilibrio de contenido en la resolución de sus tramas y poniendo en evidencia, aún más, la superficialidad de las características particulares de los personajes que presenta, en la que todxs parecen tener algo muy oscuro, perverso y complejo a desarrollar pero que nunca sabremos bien con exactitud. Eso provoca que, por ejemplo, el conserje del hotel (personaje interpretado por Juan Manuel Tellategui) me recuerde a Norman Bates de Psicosis, pues es tan similar desde la óptica vana que, con solo verlo, provoca en mí una asociación. Quizás porque Hitchcock sí desarrolló su complejidad y utilicé dicho background para poder acercarme desde algún lado al personaje creado por Roly Santos pero, con ese guiño, sólo logré ver a Bates. En cuanto a la música, podría decir que subraya impetuosamente las acciones dramáticas sumándole a la literalidad, a las subtramas interminables, a las resoluciones efectistas y a la ausencia de contradicciones en sus personajes, una herramienta decorativa más que nos aleja del verdadero universo del policial negro. Agua dos porcos, dirigida por Roly Santos, pone en escena temáticas como la trata de adultxs y niñxs, pedofilia, violencia doméstica, corrupción policial, asesinatos, entre otras, pero, al ser tantas, se queda narrando desde el estereotipo de sus personajes, apelando a lo efectista; esta decisión crea una distancia para con el público, impidiéndole la empatía para con la historia.
Cuarto largometraje del director tucumano, filmado a 4000 metros de altura y sin conexión a internet. Se estrena en la plataforma Cine.Ar TV y Cine.Ar Play. En Amaicha del Valle, una pequeña comunidad del norte argentino de la provincia de Tucumán, los servicios de telefonía e internet se interrumpen por los fuertes vientos que azotan la región. Mario Reyes, arriero y guardaparque de dicha comunidad, tendrá que subir a las altas cumbres junto al ingeniero de la compañía proveedora del servicio para intentar reparar el desperfecto. Comunicarse es algo esencial para les seres humanes, pues somos “animales sociales” y es por ello que llevamos milenios desarrollando soluciones tecnológicas para poder sortear el gran obstáculo de la comunicación, la distancia. En la película Señales de humo podemos encontrar estos dos elementos como piezas fundamentales del relato que construye su director: la comunicación y sus distancias asociadas al tiempo, como pasaje y percepción del mismo, con los que Luis Sampieri va construyendo su mirada bajo la premisa “internet nos desconecta de lo real, de lo físico”. Desde ese lugar, el documental registra la vida del arriero Mario Reyes, donde su director va contrastando lo primitivo con lo moderno. De hecho, la escena de la mula que traslada en su lomo una antena es producto de ello. Mario Reyes es presentado como un hombre solitario, de pocas palabras pero de grandes pensamientos. Su director, en un momento dado del film, elige recortar y reencuadrar un casi primerísimo primer plano de Reyes con su sombrero en el medio de la “nada”, una simbología del western para identificar y empoderar a su protagonista. Mario vive en lo alto de Ampimpa, sin televisor (y pareciera ni poseer teléfono), pero sí escucha la radio para mantenerse informado. También participa del consejo de una comunidad conformada por unas 100 familias descendientes de los pueblos originarios diaguitas-calchaquí; como guardaparque lleva un registro de los cardones de la zona, cuando lo vemos anotar sus metros, cantidades y detalles a “ojo” con sus tiempos y métodos en un cuaderno, puede que sólo con esa escena Luis Sampieri consiga mostrarnos la esencia pura de Mario. Pues todo en el documental radica en la observación directa y simbólica. El montaje de sus imágenes parece marcar un indicio en el relato que va denotando el ascenso. Pues la misión -la cual se anuncia de forma tardía-, ir a más de 4000 metros de altura sobre el nivel del mar a colocar y ajustar una antena que pueda devolver la “comunicación” al pueblo, puede leerse no sólo en la acción de “ir hacia”, sino en los planos que van transicionando entre las historias y que progresan de la tierra al cielo, de forma sutil pero constante, desde el inicio del film. Esta es una película que nos invita a una contemplación visual y sonora exquisita. La inmensidad de esos lugares, el detalle, los sonidos, sus personajes, todo es un trabajo pensado por y para el cine, por lo que recomiendo que busquen el soporte más grande que tengan en casa para poder disfrutar de esta travesía. Señales de humo es un documental que nos invita a adentrarnos en la vida de Mario Reyes para habitar una paradoja: si internet nos facilita la conexión a distancia, incluso ahora en tiempos de pandemia, ¿por qué su propia existencia pone en peligro la tradición de comunicarnos de forma presencial?
Primer largometraje documental dirigido por Diego Schipani, producido y coguionado por Albertina Carri, se estrena en plataforma Cine.Ar TV y Cine.Ar Play. El film da su inicio desde lo que parecieran ser las clásicas entrevistas “cabezas parlantes” del género documental, pero la decisión de elección sobre cuáles fragmentos utilizar en la introducción del relato nos indica que estaremos habitando “el detrás” de estos personajes que nos presenta. Esa es la riqueza de la película en todo su esplendor, una narración que se deconstruye para reconstruirse a sí misma entre memorias, recuerdos, vínculos, sucesos, momentos, silencios, secretos y talento. Willy Lemos, Vanessa Show, Fernando Noy, Mosquito Sancineto, Mario Filgueira, Victor Anakarato, entre otres conforman una composición distópica, a través de una dinámica irreverente y provocadora, reflejo del movimiento del que fueron pioneros. Este documental puede leerse como registro del rescate de los movimientos culturales del underground de Buenos Aires durante los 80. Sosteniendo una mirada lindante al homenaje por sobre la celebración de las otredades, quienes utilizaron al transformismo en el arte como forma de expresión identitaria posdictadura, atravesando todo tipo de abusos, razzias y humillaciones, no sólo del ámbito social sino también familiar, revelando una capacidad de resiliencia ejemplar, donde las amistades cosechadas entre resistencia y clandestinidad dieron paso a las libertades del hoy. Si bien la estructura del film pareciera ser una especie de construcción sin sentido aparente, no considero aleatorio que Diego elija a Willy Lemos como protagonista de su documental mientras éste interpreta a Bernarda Alba de García Lorca. Pues Lorca, en La casa de Bernarda Alba, maneja el espacio temporal en función del espacio escénico convirtiendo a esa casa en prisión, lo mismo ocurre con la narrativa de este documental donde la acción presente de sus personajes consiste en adentrarse a un pasado que los condenaba a “ocultarse”, manteniéndose prisioneros en sus propixs cuerpxs. Lemos consigue, desde la dirección de actores y la técnica del método de ensoñación personal, exponer el alma en cada repetición, donde le vemos combatir entre Willy y la opresión disfrazada de Alba. En la escena que interpela al público con las frases “lo peor es haber nacido”, “nacer es el peor castigo”, “déjenme salir”, puede verse claramente cómo se genera, a su vez, un nuevo espacio temporal, fuera del que mira y del que crea, consiguiendo verdad en la mirada y exponiendo lo real por sobre lo representado. La estructura creada por Diego Schipani y Albertina Carri también tiene una similar característica con la obra en función de lo que se dice y lo que se calla. Pues en el proceso de edición de una película de no ficción es donde se toma esa decisión: en la obra Bernarda acalla a sus hijas y reprime sus deseos, dictatorialmente, forzándolas a sostener un personaje que no son; en el film se decide que veamos y escuchemos “lo crudo”, pues estamos entre bambalinas, hacemos castings, participamos del entrenamiento actoral, somos testigos de confesiones íntimas durante sesiones de maquillaje, habitamos el off del rodaje, su desprolijidad, su improvisación, etc. Todas esas elecciones conllevan a que como espectadores nos sintamos conectades íntimamente a la persona por sobre el artista, ese que nació como lucha pero también como escudo. Bernarda es la patria es una invitación a conocer les percusores del movimiento del transformismo nacido como expresión artística y búsqueda personal de la libertad en la Buenos Aires de los 80, denotando una vez más que lo íntimo de cada une es también lo político de todes.