El protagonista de El árbol de peras salvajes tiene en la puerta y del lado de adentro del placard de su casa varias fotos de escritores pegadas, entre estas, dos de Emil Cioran, el famoso filósofo rumano cuya obra no fue otra cosa que una meditación sobre el inconveniente de haber nacido, una expresión eufemística sobre las razones poco evidentes para no quitarse la vida frente al desconcierto cósmico. La curiosa experiencia para los lectores de Cioran, entre ellos, el propio Siran, es la paradoja de ese dictamen de la lucidez: conocer el derecho a ese ultimátum es asimismo un estimulante para insistir en conciliarse con el oxígeno. Razonar sin fe fortalece, alivia el malestar sin rebatirlo, conjura cualquier superstición melindrosa que debilite la vida consciente.