Imaginemos una carrera entre películas. Sí, una competencia entre películas de diferentes géneros, tonos y registros, puestas a competir por la atención y empatía de los espectadores. Dentro de este escenario hipotético es posible (además de absolutamente incomprobable, claro está) que las películas de supervivencia corran con una “ventaja” respecto de sus pares, gracias a la simpleza de sus tramas. Fácilmente reducibles a “hay que ir de un punto A a un punto B”, es inusual que la motivación de sus personajes gire en torno a otra cosa que no sea sobrevivir; y, tratándose de un objetivo tan general, con el que cualquiera puede relacionarse, podríamos asumir que el proceso de identificación del espectador con los personajes probablemente sea mucho más veloz que en tramas de mayor complejidad. Sin embargo, esta economía argumental que las survival movies suelen acarrear es rara vez correspondida desde la forma. El Ártico, la ópera prima de Joe Penna, se esfuerza asiduamente en hacerlo. Y, en buena medida, lo logra.
Su puntapié inicial es una breve y magistral escena en la que el debutante director establece el lugar de la acción, presenta y caracteriza al protagonista (proveyendo información sobre su personalidad e incluso sobre cómo llegó hasta aquel inhóspito paisaje) y nos explica también el porqué de su accionar. Todo esto en apenas unos pocos planos y prescindiendo de cualquier tipo de diálogo, flashback o placa explicativa. Tal vez resulte exagerada la celebración de tales decisiones, pero es un tanto inevitable, teniendo en cuenta la actual escasez de films que se animan a narrar tan sólo mediante la puesta de cámara, los movimientos del actor o la lógica del montaje. Asimismo, y a diferencia de All Is Lost —una película de similares características, pero de una inteligencia narrativa mucho menor—, El Ártico no se topa con tantas limitaciones al explorar el espacio o al hacer avanzar la narración. Por el contrario, allí donde J.C. Chandor fallaba (al colocar la cámara arbitrariamente, víctima del espacio reducido del bote de Robert Redford, o al abusar de las elipsis temporales, producto de un guión demasiado episódico), Penna parece comprender que, para efectivamente transmitir el pesar del personaje, hacer que sus trayectos sean tangibles y el frío polar palpable, no es posible tomar atajo alguno. Es decir, la narración puede ser económica desde su forma pero, si la intención es reflejar la soledad, el desgaste y la frustración de la lucha frente a las duras condiciones de la naturaleza, entonces es necesario que la cámara acompañe al protagonista en tiempo real. Es por ello, por ejemplo, que sufrimos con su derrota en la secuencia de la colina empinada: antes de verlo optar por otro camino, primero fuimos testigos de sus múltiples intentos por conquistar éste. Y sin esa construcción previa, sin el retrato de cada uno de sus traspiés, el resultado sería tan poco movilizante como cuando, en All Is Lost, el personaje de Redford decide abandonar su barco.
Dicho esto, El Ártico también tiene sus fallas. Una de ellas, la considerable pérdida de potencia dramática que el relato sufre en sus instancias finales: como si le costase allanar el camino para su conclusión, hay en el tercer acto una dilatación de los tiempos que, si bien fue necesaria durante gran parte del film, aquí resulta un tanto contraproducente al ritmo y nivel de tensión que deberían anteceder al clímax. No sería descabellado suponer que esto se deba, en parte, a uno de los últimos obstáculos que el personaje enfrenta y que, pese a pretender ser el más dramático de todos (por su duración, ubicación en el relato y la detención que le significa), no termina de funcionar. En cualquier caso, uno no puede evitar llevarse la impresión de que buena parte del esfuerzo destinado a la economía narrativa del film se ve, de algún modo, diezmado por la escasa capacidad resolutiva de su guión, cuyo final —no se preocupen, no voy a spoilear nada— se siente más como un nuevo e inesperado infortunio que como el anhelado último paso que su protagonista debe dar.
En términos de desarrollo argumental, puede que El Ártico no aporte nada nuevo al corpus de películas de supervivencia, pero esto de ninguna manera opaca sus muchos méritos formales. Desde el más obvio de ellos (la ausencia casi total de diálogos), pasando por la precisión de su puesta y su búsqueda constante por narrar visualmente, hasta la iluminada interpretación de Mads Mikkelsen, quien con una simple pausa en su respiración es capaz de transmitir mucho más que el mismísimo Sundance Kid con su malogrado grito de “Fuuuuuuck!” en All Is Lost. No porque el talento actoral de Redford deba ser puesto en duda, en absoluto; pero si el refrán “menos es más” le sienta tan bien a este tipo de película, por algo es.