Olavi es un viejo galerista de Helsinki siempre atento a descubrir joyas artísticas en subastas para revender en su local. Un día cree estar ante el mayor negocio de su vida: se remata un cuadro anónimo que él le atribuye a un gran maestro ruso y por el que podría obtener una pequeña fortuna. Mientras investiga los asideros de su teoría, reaparecen en su vida su única hija y su nieto, con quienes casi no tiene vínculo.
El artista anónimo transita entre el suspenso y el drama. Por un lado, cautiva con su inmersión en el mundillo de las subastas y los comerciantes de arte (llamar marchand a este dueño de un negocio de barrio tal vez sería demasiado pomposo). La película también atrapa con toda la intriga que rodea a ese retrato de un hombre con barba: ¿será una joya desconocida del célebre pintor Iliá Repin o se tratará de una obra más entre tantas? ¿Alguien más comparte las sospechas de Olavi?
Pero el finlandés Klaus Härö no quiere limitarse a contar un misterio, sino también hablar de la oportunidad de revancha profesional para un hombre que ve cómo se acerca el final de su vida activa sin grandes logros y con alguna penuria financiera. Antes de jubilarse, el arte puede salvar no sólo su economía, sino también su orgullo y más aún, su vida familiar: casi a su pesar, los cuadros pueden funcionar como un vehículo de acercamiento a ese nieto adolescente al que nunca quiso tratar.
La narración se mantiene a flote en tanto y en cuanto es seca, fría y distante como su protagonista. Y se pincha cuando Härö -algo parecido a lo que le ocurría en El esgrimista, de 2015- traiciona el carácter de Olavi para ceder a la tentación de arrancar lágrimas de los ojos del público dándole a la historia una previsible y empalagosa emotividad.