Una temática recurrente en la cinematografía mundial que ha dado muy buenos frutos, es la de aquellos lazos familiares frágiles, debido a vínculos afectivos interrumpidos en el pasado, que intentan recomponerse. Un viejo marchand de arte de Helsinki próximo a retirarse de su métier, cree detectar en un ícono no firmado que saldrá pronto en una subasta, una obra infravalorada, que de adquirirla, puede asegurar su futuro bienestar.
Decide llevar a cabo una investigación para confirmar sus sospechas junto a su nieto, al cual hace tiempo que no ve, y al que acepta de muy mala gana como pasante para un proyecto escolar. El joven, al principio rebelde e indolente, comienza a ganarse la confianza de su abuelo al mostrarse con luces para el negocio y la pesquisa.
A partir de esta base se van delineando las personalidades de los distintos personajes: el abuelo egoísta e interesado solo piensa en sí mismo, la familia es una apéndice molesto; el encargado de la subasta un negociante inescrupuloso guiado por la codicia, que pretende subsanar sus errores a costa de los demás; la hija y el nieto son los que tienen los pies en la tierra, representan la lógica y las buenas intenciones.
Por el tono recuerda a Mandarinas (Zaza Urushadze -2013), al igual que la luminosidad dorada que resalta el paso otoñal por la vida del protagonista. La línea argumental se desenvuelve de manera natural, pausadamente, de manera simple, sin grandes sobresaltos con una fotografía acorde con el color de los cuadros que se exponen.
El autor anónimo se maneja dentro de una narrativa universal de desamor familiar, perdón y reconciliaciones tardías, que captará la atención de un público adulto que disfruta de atmósferas agradables, donde los conflictos se resuelven con un fuerte abrazo o con una lágrima de arrepentimiento. El director de El esgrimista (2015) vuelve a las pantallas argentinas con una cálida historia emotiva, con un ritmo que no se altera, en la que el rencor y el resentimiento dan paso al consuelo del alma.