En la mayoría de los pasajes El artista entretiene y propone bellos momentos visuales, mucho más de lo que ofrece habitualmente el pobre cine industrial que vemos cada semana.
Entre los distintos modos de evocar el cine norteamericano en tiempos de silencio y Star System, Michel Hazanavicius eligió uno que, rememorando el formato clásico, tanto está cercano al cliché como de una honesta memorabilia sentimental. He aquí lo mejor y lo peor de esta cálida, bonita y algo despareja película, gran elegida de la industria estadounidense.
George Valentin es un actor consagrado, mezcla de Clark Gable y Rodolfo Valentino (y por qué no, de un anticipado Fred Astaire). Las mujeres mueren por él. Entre ellas se encuentra Peppy Miller, una joven que cada día llega a los estudios en busca de un papel como extra en las películas. El cruce entre ellos representará una bisagra en la historia. Más allá de la tensión amorosa que ese encuentro despierta, la aparición inexorable del sonoro decretará el ocaso de la carrera del galán y el ascenso de la joven actriz. Así la historia será la de un gran desencuentro, mientras uno se apaga y el otro alcanza su máximo esplendor.
La película impacta desde el comienzo. La relación formal con el cine mudo está más vinculada con el imaginario sobre lo que fue aquel cine, que con lo real. Lo cual no es malo pues la elección de una presentación centrada en el carisma, la popularidad y los personajes entrañables, produce rápida empatía con el espectador y su idea sobre lo que fue el cine mudo. Hazanavicius aprovecha este momento para desarrollar sus mejores recursos formales, la aparición dramática del sonido para dar cuenta de la falta de voz, el blanco y negro iluminado con luces y sombras apropiados y algunos interesantes efectos visuales.
Hasta la presentación del punto nodal, la película tiene un ritmo consistente y variantes formales interesantes. Y será en ese punto, a partir de un muy logrado plano de Valentin reflejado en la bebida derramada sobre una mesa de vidrio, que la película caerá en un largo letargo. El realizador pierde eficacia al contar las historias paralelas de triunfo y decadencia. El montaje paralelo, que fuera un recurso esencial para la narración en el período clásico del cine mudo, es aquí desperdiciado. El ritmo y la eficacia narrativa basada en el talento y carisma de los personajes, termina desdibujado. Así la película se encamina hacia un final previsible, en el cual el realizador, forzando ciertas tradiciones formales y narrativas, recupera algo de los méritos iniciales.
Tanto Jean Dujardin como Bérénice Bejo ajustan perfectamente sus trabajos a los íconos a los que representan. Y he aquí, de algún modo el punto central de este juego demagógico que propone el realizador: George Valentin y Peppy Miller son íconos, tienen una relación con esos actores que son supuestamente representados, aunque tal relación entre el ícono y lo representado, sea ciertamente lejana. El artista habla de un mundo imaginario que se parece al cine mudo. Es un homenaje no a la memoria de aquel cine, sino a lo que el mismo representa como deseo en el espectador actual. Ese es el punto por el cual despierta tantas simpatías (y por el cual cae en algunos problemas formales).
Aun siendo una película de momentos, lograda por retazos, pérdida por completo en algún pasaje, lo cierto es que El artista, mientras tanto, entretiene y propone bellos momentos visuales. Lo que no es poco para el pobre cine industrial que estamos acostumbrados a ver en estos tiempos.