La película del consenso
Algún lector afirmará -no sin razón- que, más que una crítica de la película, este texto es una suerte de columna/ensayo sobre otras cosas. Pido disculpas entonces por si alguien se siente defraudado, pero me interesa más lo que pasó, pasa y pasará con El artista que el film en sí.
No desmerezco la película del francés Michel Hazanavicius. Me gusta. La pasé bien cuando la ví en su estreno mundial en la Competencia Oficial del Festival de Cannes, pero no me parece que sea la obra maestra que muchos exaltan ni mucho menos la porquería que tanto colega snob ha denostado/despreciado.
Rodada en blanco y negro y con estética de cine mudo (prescinde hasta cerca del final de los diálogos), la película narra el apogeo y la caída de George Valentin (Jean Dujardin), un galán de Hollywood de fines de los años '20 que no puede adaptarse al surgimiento del sonoro, y su relación con Peppy Miller (la "argentina" Bérénice Bejo, esposa del director en la vida real), una aspirante a actriz que luego accede al estrellato, mientras el protagonista se derrumba. La propuesta -que combina drama, musical, comedia y romance- es muy simpática, visualmente cautivante y no exenta de encanto e ingenio, pero tampoco va -ni pretende ir- mucho más allá (que igual no es poco en el contexto del previsible cine de hoy).
Ahora bien, ¿por qué una película de esta índole se ha convertido en una suerte de revelación para tanta gente (crítica y público, cinéfilos y gente del negocio de todas las geografías) hasta el punto de generar una suerte de veneración casi unánime? Eso es algo mucho más difícil de explicar que sus valores (que los tiene y muchos, tanto en lo narrativo como en lo estético o incluso lo coreográfico) y sus carencias (su juego permenente y algo banal con los clisés, su impacto efímero cual burbuja que se deshace con un mínimo soplido).
Tengo algunas teorías (más bien intuiciones). La película arrancó con buen pie en el Festival de Cannes (allí Dujardin ganó como mejor actor) y eso ya le dio un halo de prestigio. Por otra parte, se trata de una película con todos los condimentos de los crowd-pleaser (sí, es un poco demagógica, pero con nobles recursos) y combina el homenaje al cine mudo con una ligereza que le permite llegar sin obstáculos a todo tipo de público. Es, como les gusta decir a los connaiseurs, de alcance "universal".
En algún lugar, tiene algo de Medianoche en París, la película más exitosa en la carrera de Woody Allen, y también algunas conexiones con su gran rival en los premios Oscar: La invención de Hugo Cabret, de Martin Scorsese. Todas historias melancólicas, reivindicatorias de ese gran pasado y de profundo amor al cine, pero al mismo tiempo accesibles.
Otro aspecto que habría que tener en cuenta es la mutua admiración (esa relación de amor-odio que se profesan desde siempre) entre franceses y estadounidenses, que aquí queda condensada en un producto que cae muy bien a ambos márgenes del Atlántico (y cuenta, además, con un elenco de diversos orígenes).
En este repaso de posibles explicaciones a este consenso generalizado no habría que soslayar -sobre todo en su arrasadora performance en la temporada de los premios de fin de año y en toda esta previa al Oscar- el efecto Harvey Weinstein, un lobbista capaz de llevar hasta la cima títulos discretos como Shakespeare apasionado o El discurso del Rey. El artista no será ninguna maravilla, es cierto, pero en comparación con los anteriores "monstruos" de Harvey que se alzaron con el Oscar, estamos ante una más que digna y entrañable película.