GRITOS Y SUSURROS
El sonido y la furia
Se dice que el cine es un arte joven. ¿Qué son un siglo y monedas comparado con tradiciones milenarias como lo son la pintura o la literatura? Y sumado a esto, el cine es un arte que está estrechamente ligado con el avance tecnológico: depende de una máquina. Un dispositivo que varía a lo largo del tiempo, de la mano con el desarrollo y el avance de la sociedad en lo que respecta a los modos de transmisión, a las diversas resoluciones, a la economía de recursos. Y es por esto, por este intermediario entre el artista y la obra, que el cine es un arte que se encuentra, desde lo formal, en constante cambio, mutando. Un libro es bastante semejante ahora a como era hace tres siglos; ¿cómo será el cine en trescientos años?. La transmutación es notable. Primero fue pura imagen. Luego llegó el sonido. Luego el color, y las distintas relaciones de aspecto (los formatos panorámicos). Muchos años más tarde, invenciones como el 3D o el formato IMAX (originales de 70 mm) le dieron más novedades a un arte que posee una variedad de formatos que, pareciera, nunca dejará de crecer. Es entonces que, si hay un desafío interesante en los tiempos que corren, es realizar una película como El Artista. Estrenar en cartelera a un film que es completamente en blanco y negro, con relación de aspecto 4:3 y, por sobre todo, mudo (musicalizado), justo al lado de uno en IMAX y en 3D (al mismo tiempo) es todo un reto. Y la llegada masiva, la abismal cosecha de premios y el agrado general por parte del público habla del cine como una herramienta sumamente vasta, un dispositivo sin límites claros en lo formal al momento de contar una historia.
Corre el año 1927. El lugar, Hollywood. Pleno auge del cine mudo. Las estrellas se pasean por las calles perseguidos por reporteros, fotógrafos y acérrimos/as seguidores/as (con preponderancia de las "as"). La vida se mueve alrededor del cine y lo único que pareciera importar es quién es el que está sentado en la mesa de al lado. En este contexto es en el que se desenvuelve George Valentin, una gran personalidad del cine mudo que es el protagonista de un éxito tras otro en la pantalla grande. Deseado por las jóvenes, envidiado por los hombres, el personaje interpretado por Jean Dujardin es una megaestrella de las clásicas. Es entonces que conoce, casi por accidente, a Peppy Miller (la bonaerense Bérénice Bejo, pareja del director) y entre ellos comienza una atracción tan instantánea como silenciosa. Al día siguiente, Peppy (quien figura en la tapa de todos los diarios junto a George Valentin en ese momento de encuentro fortuito) aprovecha su fama pasajera ("¿quién es esa chica?") y logra quedar seleccionada para actuar en la nueva película del personaje de Jean Dujardin, aumentando la relación con el protagonista. Luego de un tiempo, la misma se ve resquebrajada por la llegada del sonoro, haciendo que Peppy salte al estrellato y George Valentin se hunda en la miseria. Es así que se nos cuenta una historia de amor entre dos personajes siempre alejados por el frenesí de la fama, por la ceguera del éxito, utilizando la clave de la película Nace una estrella de 1937 y de Cantando bajo la lluvia, esa gran comedia de Gene Kelly de la que este film toma muchos elementos. Sin ir más lejos, un hecho como la llegada del sonoro (la imposibilidad de aquellas grandes estrellas del cine mudo de hablar frente a la cámara, el rechazo por parte de la industria a que algo como el sonido tuviera éxito y la actitud visionaria de ciertos productores y realizadores de subirse al "tren sonoro" y llegar al éxito) en pleno Hollywood nos remite directamente a dicho film.
Jean Dujardin como George Valentin, una gran estrella del cine mudo.
Ya desde el comienzo de la película hay recursos de intertextualidad notables, no por ser originales (de hecho, no lo son) sino porque son eficaces y hablan nada más ni nada menos de lo que tienen que hablar. El film inicia en una sala de cine repleta, en donde los espectadores miran fascinados el nuevo film de George Valentin, acompañado de una música que es incluso ejecutada por una orquesta ubicada en un foso delante de la pantalla. Así, asistimos como espectadores a este estreno, somos uno más de ellos hasta que se nos lleva a ese lugar que se encuentra más allá de la pantalla, detrás de la misma, para poder adentrarnos en el film. Vemos entonces al mismísimo George Valentin pero no como personaje de ficción dentro de la ficción sino, en un contexto si se quiere más directo, como personaje dentro de una sola ficción, la de El Artista. Y aquí es donde se ve el entramado de intertextualidad: ese George Valentin que estamos viendo no es el mismo que vimos hace un rato en esa pantalla-dentro-de-la-pantalla. Este que vemos ahora es un hombre con mirada melancólica, más reflexivo que otra cosa, muy distinto al personaje del film proyectado, pura euforia y espectáculo. Esta diferencia entre ambos va a marcar un rasgo formal importante y una intencionalidad muy clara por parte del director. La parodia (sin serlo completamente) de los personajes y la imitación del tipo de interpretación exagerada de los actores sólo sucede en estos films dentro de la película, allí en donde el dispositivo se ve claramente revelado. Es entonces que, al observar esto, nos ponemos en el lugar de los personajes de El Artista, que en esos momentos son también espectadores, y nuestra empatía (hacia los personajes y hacia el film) aumenta notablemente. En esta escena en particular, el personaje se encuentra de pie mirando(se) a la pantalla desde el otro lado, y lo espejado de esa imagen remite a su función de reflejo de este personaje. Así, se nos presenta casi simultaneamente a George Valentin como actor y espectador, personaje y persona, un hombre que se ve a sí mismo reflejado en la pantalla de cine, observando el espectáculo desde el otro lado- casi una contemplación de la vida misma. También se pone de manifiesto en este momento del film otro recurso que es sumamente interesante. Detrás del protagonista, un cartel reza "Por favor permanezca en silencio detrás de la pantalla". La ironía es evidente. Se pide silencio al silencio mismo, y esta clase de juego sobre el uso del sonido (porque en realidad no toda la película es muda) se hará, como veremos más adelante en este análisis, evidente hacia el final del film. En la misma escena, al terminar la proyección, el silencio se hace dueño de la (nuestra) sala: la gente, en la pantalla, aplaude de pie, frenéticamente, y nosotros no escuchamos nada. Sólo un silencio fabricado, puro y artificial. Esta elección de cuándo usar el silencio y cuándo utilizar la música (ya sea diegética o no) es, se podría decir, uno de los mayores aciertos del film. Esto también sucede en la brillante secuencia en la que George Valentin actúa junto al personaje de Peppy Miller, en una seguidilla de escenas en las que el personaje debe bailar distraídamente con esta joven, casi un aditivo del decorado para la película que se está filmando. Pero el protagonista no puede hacer esta escena; en cada una de las pasadas baila más de lo debido con Peppy o permanece mirándola, abstraído, víctima de una atracción evidente. Y siempre el mismo remate, la risa contagiosa digna de un galán de los clásicos- la mejor forma de evadir una situación incómoda. En esta risa hay de todo. Y el silencio absoluto de la escena suma en intensidad, es mucho más efectivo que cualquier música. El recurso de utilizar la repetición de tomas (el material crudo del que está hecho el film) para mostrarnos la atracción entre Peppy y George Valentin es una elección digna de una gran labor de dirección.
Bérénice Bejo en una de las escenas más conmovedoras del film.
Michel Hazanavicius, el director de este film, de origen francés, dio hace unos días una entrevista en la que menciona que este proyecto le llevó mucho tiempo de guión y que lo presentó por primera vez a una productora hace unos diez años, pero nadie creyó en él. También habla de, entre otras cosas, la dificultad con la que se topó al momento de situar al contexto de la acción (el cine mudo) en un determinado contexto. Pasaron por su cabeza el expresionismo alemán, el cine mudo italiano y francés y el cine ruso, entre otros, pero optó finalmente por el norteamericano. Dejando de lado lo cuestionable que es (aunque en otro plano) el hecho de que esta película en su trama y ejecución no tenga ni un pelo de francesa (ni siquiera posee título original en Francia, en donde se llama The Artist), y la realidad de que sea tan norteamericana que haya sido tomada por Hollywood como un hijo pródigo (qué más claro que los Oscar para demostrar eso), Hazanavicius explica que para él el cine de Hollywood de la década del `20 es el más efectivo de todos sus contemporáneos, y es el que posee mecanismos más aceitados al momento de producir un melodrama o una comedia. Sin embargo, el film deja ver otros rasgos a los que, claramente, Hazanavicius apeló para demostrar su amplio conocimiento de los diversos "cines mudos" de la época. Toda la secuencia onírica, en la que George Valentin sueña con sonido, es decir, se ve a sí mismo en una película en la que las cosas suenan, es una secuencia altamente surrealista, con muchos homenajes al cine expresionista alemán. También, todo lo relacionado con el perro (gran rol secundario el de este cuadrúpedo) remite, aunque algo más vagamente, al cine de Chaplin y al cine italiano (con notables semejanzas particularmente con el film Umberto D., de Vittorio De Sica, aunque el mismo es sonoro y muy posterior a la época de la que estamos hablando). Pero quedémonos un instante con la secuencia onírica de la que hablamos hace un rato y en lo que ella implica. Claramente, en ese momento se rompe con una serie de cosas, pero principalmente con una: el trato tácito con el espectador. Al principio, esta escena pareciera descolocar por la irrupción de sonido, pero no resulta ser eso, sino otra cosa, mucho más presente a un nivel intertextual. Lo que vemos en pantalla es nada más ni nada menos el sueño de un personaje que se sabe protagonista de un film mudo. Es decir, vemos a este George Valentin ser víctima de una pesadilla que está completamente relacionada con el hecho de que nosotros nos encontremos allí viendo El Artista; el personaje del film está soñando con que el film del que él es protagonista es sonoro. Es otro recurso similar al que mencionábamos con anterioridad sobre las películas que se proyectan dentro de esta película, es decir, su objetivo es relacionarnos aún más con el protagonista. Nosotros, junto con él, somos espectadores de su sueño, que es justamente un sueño que toma como materia prima a la película El Artista y la hace sonora, tomándonos por sorpresa a los espectadores y a George Valentin. En nuestro caso, asentimos con la cabeza, pestañeamos rápido, apretamos la mano de nuestro acompañante o nos reímos por dentro. En el caso de George Valentin, despierta de una pesadilla.
El blanco y negro es filoso y extremo, algo interesante para ver en el cine. La fotografía pone en relevancia las composiciones centradas, y plantea desde la puesta en escena una dualidad latente en la narrativa del film, que es la de George Valentin y Peppy. Hay una escena muy en particular que deja esto claro. El momento en que Peppy se cruza con el protagonista en las escaleras del estudio. George Valentin se encuentra bajando esta escalera; Peppy, subiéndola. Ambos se encuentran en la mitad de la misma, intercambian palabras y miradas y continúan su camino. Uno hacia abajo, otro hacia arriba. El ascenso a la fama de la juventud y la caída en el olvido de la vejez. Y las piernas de Peppy, las mismas que al comienzo del film ve George Valentin bailar (porque son las piernas las que bailan). Arriba sólo hay un espacio blanco- un algo tapado que nadie quiere destapar. Hay varias escenas en las que la composición del cuadro nos habla directamente en lenguaje metafórico, pero quizás esta sea la más bella de todas. Y si hay que destacar escenas notables, la que es quizás la más sobresaliente de este film es el momento en el que Peppy se encuentra con el traje y la galera de George Valentin colgados en el perchero de su camarín. Ella se acerca a eso (a él), introduce un brazo por una de las mangas y se abraza, es decir, él la abraza a ella, y Peppy es feliz siendo abrazada por él, mientras su cabeza descansa en uno de los hombros de aquel hombre inerte. Las actuaciones, tanto de Jean Dujardin como de Bérénice Bejo, son fantásticas, dignas de cuanto premio exista. Él es el perfecto galán clásico, ella es la perfecta actriz angelical que sabe enamorar desde la pantalla con apenas una sonrisa. Otro grande como John Goodman se destaca, como siempre que actúa en sea el papel que sea, en su rol de productor aprovechador de las circunstancias.
La ausencia de diálogos gana fuerza en los momentos más intensos del film
Hay numerosos recursos que valdría la pena destacar y que hemos dejado afuera de este análisis, y somos conscientes de ello. Y así como El Artista tiene numerosos logros, quizás en un punto se torna algo redundante y podría tener 15 minutos menos de metraje- así hubiera ganado por nocaut. En un momento todo se torna algo repetitivo y, aunque dista de ser aburrido, se podría prescindir de ciertas situaciones y lograr un film un poco más rotundo. Para terminar, en la última escena de la película, George Valentin es reivindicado y comienza a bailar junto con Peppy, y el film en el que baila es sonoro. Y aquí se encuentra la frutilla del postre. Al finalizar el baile, ambos jadean cansados mirando a cámara- es lo único que escuchamos de sus voces. Un jadeo entrecortado, algún que otro gemido. Y detrás de cámara, la retoma se anuncia al ritmo de gritos pidiendo silencio ya que, al ser el film sonoro, el silencio es necesario en el set. Así, el silencio pasa a estar del otro lado, detrás de cámara, y el sonido (y la furia) en la pantalla. Con esta delicadeza llena de ironía es que se consolida la principal preocupación de El Artista, que es la de examinar la función del sonido y del no-sonido, mostrarnos su contrapunto y jugar con el mismo. Y a no confundir: El Artista no es una declaración de principios contra el cine actual, contra la tecnología y la espectacularización de hoy en día, ni tampoco lo es este análisis. Se trata más bien, de un recuerdo (eso sí, bastante melancólico) de este cine temprano, expuesto en clave de "juego" cinematográfico. Porque El Artista nunca deja de ser eso, un juego, un desafío, tanto para los realizadores como para el espectador. No resta más que disfrutar de ese sincero homenaje, que puede no ser perfecto ni mucho menos, pero se destaca por su simpleza y su honestidad. Y eso es todo un mérito.