LOS MUNDOS POSIBLES La vida es una comedia El espacio y el tiempo son dos fenómenos que se encuentran más unidos de lo que parece. Son dos instancias puramente perceptivas que encuentran su punto de unión justamente en el límite de esa percepción- en el quiebre de la misma. En esa distancia que es tan grande como para romper con cualquier lógica, venimos a entender que el tiempo parece tener, en efecto, una duración espacial, de aquí a allá, de este punto a ese. Si hay algo que le obsesiona a Hang SangSoo es, justamente, la (des)unidad temporal y espacial de la obra cinematográfica. Los espacios de sus films son siempre cíclicos, siempre reiterativos y cambiantes, al igual que los tiempos que maneja, volviendo a poner en escena sucesos casi idénticos pero con leves variaciones- una constante reinterpretación de un mundo cinematográfico que se expone a sí mismo como plástico y mutable. La disposición del encuadre de este encuentro es significativo en las tres historias planteadas en In another country. Se puede hablar de In another country como la película más redonda y más accesible de Hong SangSoo hasta la fecha. Las razones son varias, pero hay una que prima sobre el resto: el sustento diegético de sus variaciones narrativas. Aquí, el contexto del devenir del relato es claro: una joven viaja a la playa junto con su madre y, en su descontento por estar allí, decide comenzar a escribir un guión. A partir de este punto, se nos presentará una historia con cuatro personajes principales. Y luego otra historia. Y luego otra. Los cambios de registro son avisados por la recurrencia del plano de esta joven escribiendo en un cuaderno, y son evidenciados por la protagonista del film, Anne. Ella encarna a tres personajes distintos, y es la corporización de las variaciones narrativas- siempre como la extranjera francesa-, no así el resto de los personajes (el bañero, el director de cine y su mujer), quienes serán los mismos en las tres historias. En las películas de Hong SangSoo está constantemente presente la temática cinematográfica, principalmente en sus personajes, quienes siempre ocupan roles dentro de dicho ambiente. Es así que en la primera historia, Anne es una reconocida directora de cine que viaja al pueblo costero de Mohang a visitar a un colega, también cineasta. En la segunda, Anne es la esposa de un exitoso empresario que viaja a Mohang para ver a su amante, un director de cine, durante un día. En la tercera, Anne es una mujer que acaba de divorciarse y viaja junto a una amiga a Mohang intentando escapar de su desdicha. Hay hechos recurrentes y frases repetidas en las tres historias, y lo fascinante radica en ver cómo estos diálogos e ideas varían dependiendo del contexto. Hong SangSoo articula de una manera absolutamente lúcida estos cambios dando como resultado un tratado que, en su propia sencillez y noción de divertimento, logra movilizar y llegar a emociones auténticas, justamente quizá por su simpleza y su despreocupación por el drama- la idea de que la vida es más parecida a una comedia que a una tragedia. El extranjero y la dificultad idiomática, una barrera que parece dialogar con el propio cine de Hong HangSoo. Hay también en lo formal una constante en Hong SangSoo de la que ya resulta casi intrascendente hablar: el reencuadre del zoom, un efecto cuya utilización en cine llama la atención. Se trata de un brusco recorte de la información en el cuadro que en muchos casos acompaña un cambio de intensidad propio del diálogo que se está llevando a cabo en la pantalla. A su vez, en In another country se puede ver, casi destilada, la clara habilidad de Hong SangSoo para plantear escenas a través de encuadres cuya función es suministrar la información de manera progresiva. A través de encuadres cada vez más alejados, se nos va develando el entorno, un entorno que no es pasivo sino que modifica a lo que estamos viendo. También hay, desde la cámara, un planteo dialógico entre las tres historias. El mejor ejemplo de esto es el registro que se hace de la carpa en la que duerme el guardavidas. La primera vez que la vemos, la toma es desde un costado, afuera y lejos de la carpa. La segunda vez, es frontal y casi adentro de la misma. La tercera y última, es desde el lado opuesto a la primera. Hong SangSoo hace esto con todos los espacios: cambia la perspectiva. Otro ejemplo es el del encuentro entre Anne y el guardavidas, que son tomados de maneras brillantemente distintas, ligadas a la historia en cuestión. El tercero en discordia en la primera historia, la fascinación turística por lo exótico en la segunda, y la absoluta y desesperada soledad en la tercera. La disposición de los encuadres respectivos a estas tres historias son impecables si se los analiza uno junto al otro. "- ¿Qué es el amor? - Algo que amarías hacer todo el tiempo. - ¿Por qué? - No sé." El amor y el humor plagan la pantalla mientras vemos In another country. Es difícil, hoy en día, encontrar una película que desde su propia liviandad confesa nos hable de una manera tan directa sobre las relaciones humanas, y a su vez no deje nunca de lado una preocupación por lo formal, por lo propio del cine. Hong SangSoo confía en los recursos cinematográficos para plantear una historia tríptica, que en su propio diálogo dialoga con nosotros, con los múltiples nosotros, con nuestras propias historias, lo real y lo imaginado, con lo que somos y lo que querríamos ser. Con lo que hacemos y lo que no hacemos, nuestros mundos posibles.
Las formas del cine El lenguaje propio El formalismo tiene límites insospechados, y Elena es un ejemplo de ello. Es que el film de Andrey Zvyagintsev, el realizador ruso de la conocida El regreso (2003), es un claro exponente no solo de una llamativa capacidad narrativa, sino también de un marcado interés por la forma misma, por la utilización de los recursos puramente cinematográficos como principal sustento de un relato. Elena es un film amargo, desalmado y cerebral, frío como los escenarios rusos en los que se plantea la acción y, a su vez, es tal su factura, su límpida ejecución, la versatilidad de recursos que pone en escena, que se construye como un muy buen ejemplo de ejercicio cinematográfico, de presteza de lo métodico- algo así como una eficacia de la forma. Las escenas se suceden quirúrgicamente y los personajes realizan acciones que, a pesar de encontrarse evidentemente encorsetadas dentro de una rigurosa puesta en escena, fluyen y se suceden como por desprendimiento- un excelente ejercicio de causalidad narrativa. En Elena no hay bondad ni esperanza, sólo necesidad y caídas- o quizá sólo una, una lenta caída en un infierno en el que el fuego es el dinero, un fuego alimentado por estos cuerpos que aparentan vida pero que han dejado de vivir hace mucho tiempo, hundidos en una desesperación que pareciera ser el rasgo principal de la diégesis planteada: un denominador común que atraviesa como un rayo los cuerpos frágiles de todos estos personajes. Es así que si en Vladimir, el marido de Elena, hay una clara caída del cuerpo, de lo físico, en Elena hay una caída de la moral, y en su hijo, Sergey, la moral misma se encuentra tergiversada, ligada a la dependencia económica de un tercero y la visión de la ayuda como un rasgo absolutamente imprescindible. Lo interesante, justamente, de un relato como Elena, es que no hay extremos, sólo una gran gama de grises, personajes que pueden redimirse pero que no lo desean- no es esa su intención. Todo comienza, como si se tratara de una obra de Chéjov, con una premonición casi alegórica, un mal augurio: el graznido de un cuervo. El tratamiento que utiliza Zvyagintsev para delinear esta escena inicial es sumamente preciso: un cambio de foco casi imperceptible desde el más acá- el comienzo de un árbol- hasta el más allá, un cuervo posando sobre una rama junto a una ventana. Este plano marca lo que será a lo largo de todo el film una puntillosa puesta en escena, y a su vez connota la tragedia intimista (la tragedia que comienza con la modernidad, si se quiere- lo épico limitado al espacio de una cama o de una habitación) que estamos a punto de presenciar. De hecho, lo siguiente que vemos es una serie de planos de las distintas habitaciones de una casa. Planos con leves movimientos, travellings que, a pesar de otorgar un ritmo a lo estático del escenario, parecieran remarcar una ausencia- como si el movimiento propio de la cámara acrecentara la condición de inmovilidad de estos objetos. Estos primeros planos serán los únicos en los que se retrate espacios vacíos; luego Zvyagintsev se dedicará a retratar a los cuerpos que los ocupan y a sus interacciones con estos espacios. El interior de la casa de Sergey, absolutamente opuesto al hogar de Vladimir. Una habitación, una mujer que duerme; se despierta, le lleva unos instantes decidirse a levantarse. Y cuando lo hace, el reencuadre de la cámara. Es esa una condición que se repetirá a lo largo de todo el film: la cámara, con sus movimientos y sus constantes reencuadres, es el desprendimiento directo de las emociones y acciones que vemos en la pantalla. Aquí está el claro ejemplo: mientras Elena duerme, la cámara permanece en la habitación contigua, como agazapada. Es recién en el momento en que ella se pone de pie cuando Zvyagintsev decide movilizar, mediante un travelling frontal, la perspectiva hacia adentro de la habitación. En un plano siguiente entendemos que aquella mujer no vive sola: entra a una habitación y despierta a un hombre (¿su marido?, ¿por qué duermen en habitaciones separadas?). Esta secuencia de presentación de personajes es entonces uno de los mayores logros de Elena- en ella se dan dos factores notables: una destreza en el manejo de la cámara (el plano secuencia en el que Vladimir se despierta y Elena prepara el desayuno es un gran ejemplo de la condición coreográfica del cine, y más aún de la relación de movimiento existente entre los personajes- el orden de lo representado- y la cámara- el orden de la representación), y una habilidad para dosificar la información (y esto es lo que genera esa pregnancia narrativa tan llamativa). Existe en Elena una constante dualidad. Hay una muy clara a nivel formal: la del sonido (ya sea ruido o música) y el no sonido (el silencio). En la casa, puertas adentro, no existe el afuera, son habitáculos herméticos- espacios cerrados con llaves y trabas (el plano de Elena cerrando esta puerta se encuentra varias veces en el film). Así, dentro del hogar no hay nada más que silencio y diálogos, un sonido ambiente que sólo es movilizado por un reconocible ruido doméstico: el de la televisión encendida. Tanto en casa de Vladimir como en lo de Sergey será recurrente aquel sonido- murmullo o estruendo- en diversas ocasiones. El afuera es visto desde una pantalla y escuchado por parlantes. Cuando Elena se moviliza, lo hace en tren o en taxi. La música incidental entonces comienza a sonar: la subyugante banda sonora de Philip Glass se hace presente cada vez que Elena viaja. Como si dependiera del ruido del exterior, como si quisiera anularlo. A su vez, cuando Vladimir se traslada, lo hace en auto, y el recurso es similar: la música de la radio (esta vez, entonces, diegética) sonoriza sus viajes y demarcan la otra dualidad muy presente en Elena: la social. La distancia entre los ricos y los pobres es, en ciertos pasajes, casi una denuncia del film. Basta sólo con ver el claro contraste que traza Zvyagintsev, de manera casi exagerada, entre el hogar de Vladimir y el hogar de Sergey. Son espacios radicalmente opuestos. Es un enfrentamiento entre dos condiciones de vida. Estas dos dualidades se podrían resumir en una sola, mucho más abarcativa: el adentro y el afuera. Casi como en un juego de cajas chinas, todo se reduce a una acción de cerraduras: la caja fuerte dentro del departamento de Vladimir, la puerta cerrada de su habitación (su cadáver, aquello que no podemos ver), la cartera de Elena, la sala del hospital en la que se encuentra internado Vladimir (en la que desde afuera se lo puede ver pero no escuchar). Hay un momento (solo uno), en el que, sin embargo, ambos espacios se funden en uno solo: cuando, hacia el final del film, se corta la luz en el edificio de Sergey. Las puertas entonces son abiertas, el anochecer externo invade al mundo interno. La gente sale de sus casas. Ya no hay adentro y afuera, ya no hay delimitación- ahora todo es lo mismo. El exterior urbano es retratado únicamente en los desplazamientos de los personajes de un interior a otro interior. De hecho, esta será la única ocasión en la que Zvyagintsev no utilice travellings o planos fijos y opte por una cámara en mano, marcadamente movediza, salvaje, sin reglas: Aleksandr, el nieto de Elena, se dirige junto con sus amigos a pelearse con otros jóvenes luego de que se corta la luz en su hogar. Se trata de un bello anochecer, o más bien ese momento en que ya no hay luz solar pero algo queda por ahí (las reminiscencias- puro rebote del cielo). La cámara sigue extensamente a Aleksandr mientras él camina, junto a los otros, directo a la violencia- un descenso a los infiernos completamente justificado. Y él recibe los golpes, su cuerpo es el que es lastimado. Ni Elena, ni Sergey, sino Alexander- su cuerpo es el que ahora tiene marcas. Y Zvyagintsev no da explicaciones, no importan los motivos de la golpiza de aquel joven, no importa la causa de su pelea. Tampoco importa el después. Lo único que hay es un joven golpeando a otro salvajemente en un paisaje desolado. Lo acertado en esta decisión narrativa es que lo que parece ser casual muy probablemente lo sea, no hay conexión ni paralelismo entre el crimen realizado por Elena y la golpiza que recibe su nieto, de eso no hay dudas. Pero Zvyagintsev se detiene y subraya este momento al punto de que se trata del clímax del film. Dice aquí y ahora en esta escena. De hecho, son solo dos los momentos en que la casualidad irrumpe en el relato absolutamente causal de Elena. El primero es el accidente que sufre Vladimir en la pileta de natación, y el segundo es esta escena en la que Aleksandr casi es desfigurado. Zvyagintsev pareciera querer decirnos que no existe tal cosa como la justicia: hay personas que accionan y reaccionan y no mucho más que eso. Así, Elena intenta, a su manera, hacer un bien, pero la única forma de hacerlo es realizando el peor de los males. Y detrás de esta idea, detrás de este concepto de que todo es azaroso y de que no hay nada sino interacciones entre seres para los que no existe el otro (cabizbajos, ellos miran sus propias desgracias), detrás de esta ausencia ya no de un Dios sino de la mismísima ética, la inexistencia de cualquier tipo de moral, se esconde una sola imagen: la de una absoluta e irreversible desolación. Nuestra absoluta e irreversible desolación. Y, sobre el final, nace otro niño.
LA LARGA VIDA Los monstruos hermosos ¿Qué decir, a esta altura, de un cineasta como Haneke? Hay realizadores que logran generar un estilo claro, una estética- con todo lo que engloba la palabra- muy reconocible, muy única, muy personal. Así, directores como Almodóvar, Tarantino o Anderson, Reygadas o Ceylan, por citar ejemplos de todos los ámbitos del cine, son personalidades que han sabido crear un mundo propio, un universo sustentado mediante sus películas- una suerte de intertextualidad en la que los films entablan diálogos entre ellos mismos, generando así un sistema de coordenadas visuales y sonoras claramente reconocibles. Películas que son causa y consecuencia de ese mundo, de ese entramado, películas que hablan de ese mundo y a su vez forman parte de él. Haneke bien podría ser parte de esa clasificación o no. De hecho, Haneke es parte de esa clasificación y no lo es, pero al mismo tiempo. Esa simultaneidad es un desprendimiento de un hecho: Haneke es inclasificable. Y si con su vasta filmografía hasta el momento no bastaba para realizar esa afirmación, en el 2012 el director nacido en Munich estrenó la película Amour, crudo relato sobre la íntima vida de un matrimonio octogenario, Georges y Anne, otrora profesores de música, ahora jubilados. Dos actores legendarios: Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Haneke opta en Amour por un método muy claro, trazando así un paralelismo narrativo formal que se repetirá a lo largo de todo el film: la lenta degradación de Anne es acompañada por un progresivo aislamiento de ambos personajes, cada vez más encerrados, cada vez menos afuera y más adentro, y lo mismo sucede con el emplazamiento de la cámara. Es así que luego de la escena inicial- un plano secuencia que funciona como contrapunto y cuestionamiento del título que se sucede furioso en la pantalla-, asistimos a dos escenas, ambas partes de la misma secuencia, que conforman una puesta en abismo notable que distancia a Amour de cualquier clasicismo. Un teatro, butacas, gente que nos mira expectante, que mira más alla de nuestros ojos, o más acá, al espacio anterior- a la pantalla que nos encuadra en nuestra propia representación. Luego, el detrás de escena, los saludos, las sonrisas y las felicitaciones exageradas. Y así, sin más espacios, en una continuación de interiores, Haneke ubica su cámara dentro del departamento de Georges y Anne, en donde permanecerá hasta el fin del metraje, incluso respetando una unidad circular, iniciando con ambos personajes entrando a la casa y quitándose los zapatos y finalizando con los mismos personajes y las mismas acciones pero en sentido contrario, un ciclo descrito y enmarcado entre ese entrar y ese salir tratados de idéntica manera. Rápidamente conocemos, ya sea a través de paneos, cámara en mano o tomas fijas, los distintos ambientes de esta casa que conformará el lugar de la representación: el hall, la cocina-comedor, el living, la habitación y el baño. La intermitencia de estos espacios estará unida a Anne: a medida que avanza el film, a medida que continúa la degradación de la protagonista, las acciones se concentran, los escenarios se comprimen. Es así que, por ejemplo, los almuerzos que comienzan siendo en la cocina-comedor luego serán exclusivamente en la habitación, y este aislamiento dentro de la casa es representativo del que poseen ambos protagonistas (Anne por su enfermedad, Georges por decisión propia, por intento, por amor) para con el otro, el afuera. Un afuera que a su vez se introduce en esta casa, y es representado en el personaje de su hija, Eva. Las visitas de la misma tendrán así un contacto cada vez menor con su madre, quien estará cada vez más aislada en su habitación, cada vez más privada. El eje que presenta su clímax en la escena en la que Eva tiene que literalmente forzar la puerta del dormitorio para poder acceder a verla, y a su vez culmina con el total encierro de Anne al finalizar el film: las puertas cerradas, los marcos encintados, los trapos privando cualquier tipo de filtración, cualquier contacto, cualquier intento de violación por parte del mundo exterior. La reclusión absoluta, el aislamiento definitivo, el intento de eternizar un gesto- la remanencia forzada de una imagen ya extinta. Y dicha violación es representada de la forma más abrupta: una pantalla en negro y un sonido que precede a la acción. No vemos nada, sólo escuchamos golpes, forcejeos. Así comienza Amour, y esta es una constante sobre la que Haneke insistirá a lo largo de todo el texto fílmico. En este inicio, la imagen sucede al sonido, y vemos una puerta que es destrozada. Este rol del sonido es uno de los ejes más interesantes de la película, su tratamiento es sumamente premeditado: el sonido es aquí violencia pura, perturbación, disloque, o mejor, el uso del sonido es aquí esa violencia. Su coincidencia con el corte, con el montaje mismo, el sonido recortado y marcado por el cambio de plano- por el fin de un plano y el comienzo de otro. El sonido pareciera iniciar y finalizar planos, ser la pulsión del montaje, pulsión brusca, vital, salvaje. El abrir o cerrar una ventana, el golpe de una silla de ruedas contra una pared, una afeitadora, el velcro de un pañal, todos estos sonidos son a su vez la contracara del silencio que abunda en aquella casa. Un aspecto que pareciera responder a una sensación, a una vivencia muy particular: la del sonido del agua corriendo mientras Anne padece del primer ataque, del primer síntoma, el agua corriendo ahí atrás en la cocina y nosotros compartiendo el sufrimiento de Georges, su consternación- viéndolo sufrir desde esta perversa condición pasiva en la que radica la maravilla del cine, y la escena transcurre y el agua corre y a partir de ese momento el sonido tiene otro significado, ese otro significado. Algo similar sucede con la música, la cual es siempre diegética y por lo tanto no sobrevive (no puede sobrevivir) a la acción del montaje, al corte quirúrgico del que está dotado Haneke para plantear sus escenas. Georges observa a Anne tocar el piano, pero no es Anne, Anne no está allí, y esa música no es imaginación, es vivencia, suena de un aparato reproductor al lado del protagonista. "Es hermosa". "¿Qué?" "La vida. Es larga. La larga vida." Existen, sin embargo, esas breves secuencias oníricas o fruto de la imaginación que nos despegan de aquel departamento, o, al menos, nos separan de lo que en verdad está allí. La escena recién descrita de Georges imaginando a Anne tocar el piano es una de ellas, al igual que lo es el final del film, en el que el protagonista ve a Anne en la cocina (nuevamente esa canilla, esa agua corriendo, ese sonido) y luego la sigue hacia el exterior, el afuera, no sin antes ponerse los zapatos, no sin antes cerrar con llave esa puerta que luego tanto costará abrir. Y la escena onírica que se da hacia la mitad del film es quizá la más llamativa, justamente porque en ella salimos del departamento, vemos el hall del edificio. Esta escena descoloca, contradice el planteo previo de la cámara pero a su vez se condice con la noción de que no hay forma de que nosotros salgamos de aquel departamento, sólo en un sueño, sólo en el desvarío del inconsciente de Georges podemos hacerlo. Y agua en el piso, nuevamente esa agua que inunda todo y no es más que un recordatorio, un símbolo alterado, la reminiscencia de un trauma que se representa con su negación: el silencio. El silencio absoluto, la ausencia de respuesta al llamado de Georges o, peor aún que la ausencia, la inexistencia de una respuesta (porque la inexistencia es intrínseca y la ausencia consecuente). Hay muchas grandes secuencias en Amour: el monólogo de Georges sobre un recuerdo de cuando era niño (el recuerdo de una sensación, de la emoción en estado puro), la entrañable escena repetida de Georges y la paloma (en la que Haneke se dedica a dilatar nuestra ansiedad y generar tensión y suspenso allí en donde no lo hay) o el almuerzo en el que Anne se dedica a mirar un álbum de fotos (la revisión innovadora y auténtica de una acción tan cliché sostenida en el contrapunto entre dos sonidos constantes e irregulares, el papel de Anne contra los cubiertos de Georges). Hay, sin embargo, una secuencia que bien podría ser la clave de Amour: la sucesión de tomas fijas, absolutamente insonorizadas, de los cuadros de la casa de Georges y Anne. Es que no es sencillo, hay que ser sensible para plantear una escena de esas características, hay que saber cómo hacerlo. No es más que eso, planos fijos, mudos, de cuadros. Pinturas filmadas. Y a su vez es mucho más que eso. Es el exterior que no podemos ver, es el acto de la imaginación, de imaginarnos, en esos cuadros de paisajes, verdaderos escenarios naturales, verdaderas profundidades- atisbos de vida; es el recuerdo de aquellos mismos cuadros, alguna vez vistos y ahora recordados por una moribunda inmovilizada en su habitación; es un acto escapista, una evasión de la realidad que nos abruma- porque esa secuencia funciona verdaderamente como un respiro dentro de la película; es la perspectiva de un otro, de alguien que pintó ese cuadro, ese cuadro que alguna vez fue la impresión de una mirada y que ahora adorna nuestra casa; es incluso la crisis absoluta de la representación, porque estamos viendo desde nuestra perspectiva la filmación subjetivada de la pintura que representa la mirada subjetiva de un otro. Es todo esto, tanto laberinto insignificante- prosa anoréxica-, y a su vez es simple, y es tan simple que resulta genuinamente único.
EL AMOR A LA AVENTURA Las historias que merecen ser contadas Básicamente, todo se reduce a miradas. Miradas que interactúan entre sí. Miradas que dan forma. El cine es la interacción de estas miradas- de tres miradas. Por un lado, la del autor, la de la cámara. Es la mirada magna, la que obliga, la que recorta caprichosamente y reduce un abánico infinito de colores, texturas, refracciones, profundidades y sensaciones a una limitadísima imagen plana y bidimensional (o dos superpuestas de manera desfasada, en el caso del cine en 3D) demarcada por un recuadro proporcional a quién sabe qué y dependiente de mecanismos ópticos y digitales- la cámara, el proyector y todo lo que sucede entre ambos- encargados de manosear, pervertir y trastocar cada detalle de la misma hasta llegar a un resultado que, paradójicamente, vemos y traducimos en vivencia. Esta traducción responde a la segunda mirada, la del espectador. Un hombrecito que observa a esta pantalla (es hipnotismo), se sumerge en ella y en sí mismo- porque el cine nunca deja de ser un diálogo con uno mismo- y genera una realidad que no resulta objetiva pero sí innegable. Lo que vemos no es real, es ficticio, es farsa, pero lo que genera es real. Es en este pasaje, en esta traducción de lo ficticio a lo real, en donde radica el fascinante mecanismo del cine (y, extensivamente, del arte): comprime lo real, lo convierte en un mensaje cifrado con claves que (ya) radican en el inconsciente colectivo, y, a través de nosotros, ignotos y excelsos traductores, se genera una síntesis. Una síntesis a partir de un lenguaje (en este caso el lenguaje cinematográfico) que conocemos sin saberlo. Y aquí es en donde entra en juego la tercera mirada: la propia de la creación. Según Umberto Eco, la instancia de la obra es indiscutible. Su mirada- su discurso- es tan potente como la del autor o la del receptor. Así, el fenómeno artístico no consta de dos sino de tres instancias. La obra artística responde a sus propias reglas, a su propio mundo, más allá de haber sido creada por uno o varios autores y recreada incontables veces por incontables espectadores. El arte es recreativo, es regeneración constante, de ahí su pregnancia, su vitalidad (su inmortalidad): toda obra tiene un discurso propio. Esta tercera instancia da razón de una entidad que trasciende a la de la interpretación. O, mejor dicho, que limita a la interpretación a un espectro muy determinado. Kara Hayward y Jared Gilman en sus roles de Suzy y Sam. Un reino bajo la luna es, justamente, un ejemplo de universo propio, de mundo acotado y recreado según sus propias reglas, sus propias leyes. Su particular y única estética es el nexo para con el espectador, su lenguaje formal es la aplicación de una ética a sus elementos. Los primeros momentos del film funcionan como explicación de todo esto: se trata de tres secuencias planteadas- siguiendo exactamente el mismo criterio que la composición de cuadro- de manera simétrica entre sí. Primero, a través de una serie de paneos y travellings laterales y frontales, se introduce a los que serán los protagonistas de un lado de la historia. Así, mediante una riquísima composición de cuadro, los personajes son descubiertos en- y por- sus actividades diarias: tres hermanitos que se juntan, sentados en una alfombra, a escuchar un disco, un hombre y una mujer separados por una pared, sin hablarse ni buscarse, una niña solitaria que mira a través de unos binoculares buscando algo en el horizonte y que recibe cartas de carácter privado. Todo acompañado de una majestuosa música de Purcell (con su carácter barroco comienzan las fricciones entre desmesura y equilibrio sobre las que volveremos más adelante), la misma que escuchan los hermanitos en su pequeño reproductor y que cambia de ser diegética a incidental continuamente. Familia disfuncional, niña que espera. Luego de esto, el relato aborda un tono documental y se nos introduce, de manera hilarante, a través de un narrador hablando a cámara (realizado con un brillante concepto de encuadre), en el contexto de la acción: el año, 1965; el lugar, una isla de Nueva Inglaterra, en Estados Unidos. Casi en una función de coro, el personaje interpretado por Bob Baladan nos remarca un hecho inobjetable: dentro de dos días una gran tormenta sacudirá a aquella isla. Por último, y con un método casi calcado de la primera secuencia (travellings laterales que desembocan en travellings frontales), Anderson nos presenta la contracara de su historia, la otra mitad del relato: un profesor de matemáticas devenido en líder scout (o viceversa), un grupo de jóvenes aguerridos y un niño ausente- un niño que escapó. El esquema es claro, la simetría es evidente. Esta introducción tiene un propósito: el de plantearnos, de manera verborrágica, la compresión del universo diegético del texto fílmico, y, de manera alevosa, la exposición de su propio método. Anderson nos muestra los límites- las costuras- de su propia creación para luego atentar contra ella. Demarca el territorio con el solo fin de salirse del mismo: no hay mayor logro que el de generar magia aún conociendo los mecanismos del artificio. Es que Un reino bajo la luna es una de esas películas que no se las ve hasta que se las ve dos veces. Es tal la cantidad de información en cada plano, tal la complejidad de los encuadres que hay mucho que no se aprecia en un primer visionado. Hay una tendencia, sin embargo, que es muy clara, y que es ya una constante en el cine de Wes Anderson. La puesta en escena horizontal, esa frontalidad de los planos que conlleva una profundidad de campo absoluta. La teatralización del cine. Las líneas paralelas a los límites del cuadro que parecieran guiar a la cámara, demarcar el plano desde dentro del mismo. Los escenarios que maneja son, en su mayoría, impostados, justamente por la ausencia de líneas de fuga. Y esta teatralización es aún más evidente cuando se incursiona en la pantalla partida: vemos dos escenarios divididos por un tabique virtual que los fusiona entre sí y genera, contradictoriamente, una unidad espacial entre ambos. Es llamativo, a su vez, el diseño de arte detallista, con complejas puestas en escena y una fluida capacidad para engamar las tonalidades, para definir paletas de colores. Así, el mundo de Suzy posee una serie de colores, una tonalidad que combina el rojo, el blanco y el azul, mientras que el mundo de Sam vira hacia los tonos anaranjados, el amarillo y el verde. Gran parte de los encuadres son, en verdad, minuciosas piezas de relojería cambiantes, que mutan junto con la acción y parecieran responder a un claro criterio de combinación. El plano frontal y simétrico, y los colores engamados en una misma tonalidad. Hay momentos, sin embargo, en los que no suceden estas cosas. Momentos en donde se utiliza una cámara en mano, desprolija y nerviosa. Momentos en los que Anderson opta por aproximarse lo máximo posible al rostro de sus protagonistas con la espacialidad que genera un gran angular, en donde se engolosina con los rostros de sus pequeños personajes, Sam y Suzy (Jared Gilman y Kara Hayward respectivamente, ambos debutantes en el cine). La utilización del zoom, por ejemplo, es un claro exponente del mundo al que desea evocar Anderson, y en este caso (como en muchos otros), sus métodos responden a un criterio de enunciación. Las aberraciones cromáticas de esos acercamientos le otorgan una estética démodé, maquillada por el recuerdo de sí misma y, justamente, es este recuerdo, esta melancolía camuflada, la que sostiene al romance entre ambos niños (que a su vez remite a una estética de cine de los '60, como de la época en que está ambientado el film; de hecho, resulta interesante trazar un paralelismo entre Un reino bajo la luna y Pierrot le fou, de Godard: la intertextualidad entre ambos films es evidente, no por su temática, que es claramente similar, sino también por su tratamiento de los colores, el uso de la cámara y de los espacios naturales, sin dejar de lado que fue realizada justamente en el año 1965, año en el que Anderson elige situar su película). Es notable la secuencia en la que Sam y Suzy se encuentran: todo comienza con la subjetiva de unos binoculares. Sam reencuadrado por un otro, un otro a quien el mira- como sintiéndose observado. Un otro que es Suzy. Y Sam mira a Suzy (y Sam mira a cámara). La clave de esta secuencia se encuentra en el manejo temporal de los hechos. Así, este encuentro en el medio de aquella pradera es presente: es un ahora inobjetable. Un plano fijo plantea a ambos personajes enfrentados en aquella salvaje pradera. Luego, un primerísimo primer plano de los rostros de ambos observándose sirve de puente para ir al pasado, para ir al motivo: una obra de teatro de la escuela. Y este recuerdo es un recuerdo compartido, es una memoria trenzada sobre dos puntos de vista distintos: al comienzo el de Sam, al final el de Suzy. Niños disfrazados de animales, niños que tocan la flauta, niños aburridos que miran, niños que son mar y olas. Sam, disperso y rebelde, encuentra a Suzy en un camerino disfrazada de cuervo, rodeada de otros pájaros. El encuentro es fugaz, la atracción es instantánea. Cartas que van y vienen interrumpiéndose hacen aún más notorio el constante cambio del punto de vista, y ya está todo dicho para justificar el presente que vemos: Sam y Suzy enfrentados en una pradera. Un travelling sigue a Suzy hacia Sam. Un travelling idénticamente opuesto sigue a Sam. Sólo se han visto una vez, y por unos pocos segundos, y Suzy estaba maquillada y Sam estaba en donde no debía estar. El planteo es claro, el amor de los niños es similar a la idealización del recuerdo de los adultos: su perfección es absoluta. Porque es notable que los personajes de Anderson siempre tienen caracteres definidos. Jamás intentan evitar su destino, más bien lo aceptan, conviven con ello: su único objetivo es estar acompañados en sus problemas. Ejemplos de esto son el capitán Sharp (un enorme Bruce Willis), un policía solitario y depresivo que lo único que desea es amar y ser amado, o Ward (Edward Norton), un líder scout cuya principal motivación es enseñarles a sus alumnos a sobrevivir. Ambos funcionan en el universo de Sam como funcionan, en el revés de la trama, los padres de Suzy, Walt y Laura Bishop (nada menos que el gran Bill Murray enfrascado en memorables pantalones y Frances McDormand), en el mundo de la niña. "Espero que se vuele el techo y me succione el espacio. Estarías mejor sin mí", le dice Walt a Laura en una noche de tormenta, ambos acostados en camas separadas mirando el reflejo de la ventana en el techo. "Deja de sentir autocompasión" dice Laura. "¿Por qué?", responde Walt. Se trata de un diálogo brillante que deja en claro un tema no menor de Un reino bajo la luna: todos los adultos son infelices. Incluso Servicios Sociales (Tilda Swinton) o el tío Ben (Jason Schwartzman), cuya melancolía y sensibilidad mercenaria lo exceden. Y son infelices no sólo por la fuga de Sam y Suzy: ésta es más bien un medio, una excusa que esconde otra infelicidad mayor aún. Una infelicidad que se potencia frente a lo auténtico y puro de la conciencia de los niños. Uno de los grandes momentos de Un reino bajo la luna. El amor, la aventura. La violencia, abrupta y explícita justamente por su condición de inocencia. El acto de descubrir. De descubrir los cuerpos. La tierra virgen, ser un explorador. Como en los libros (y leídos así, de perfil y sosteniéndolos bien alto). Tirarse al agua con ropa. La búsqueda de la precocidad. El primer beso, el sentirse las lenguas, el sentirse grandes. "Estamos enamorados. Sólo queremos estar juntos. ¿Qué tiene de malo eso?". Lo mágico, lo poético que no rima. La bella ignorancia. Que te de un rayo. El peligro. Estar disfrazados en una noche de tormenta sobre una torre. La posibilidad del suicidio (la posibilidad de morir por amor). Las ganas de saltar porque saltar sería compartir. "Gracias por casarte conmigo". Querer decir las últimas palabras. En un susurro. Y besarse (de nuevo). Porque Wes comprende la naturaleza de sus actos. Comprende que el verdadero romance está en lo prohibido, en lo ajeno, en lo desconocido (en lo por conocer). Allí donde hay límites, allí donde las conversaciones- los momentos- se truncan por motivos ajenos. En ese tiempo buscado, deseado y conseguido en la ilegalidad (o mejor, en la ausencia temporal de lo rutinario). Un reino bajo la luna pareciera decirnos que el amor se expresa en lapsos. En lapsos fuera de lo normal (arrebatos de impulso). La dedicación es el eco de ese impulso, el eco sostenido. Pero la semilla, el germen, es momento puro. "¿Qué clase de pájaro eres?". Esa secuencia sucede fugazmente, caótica y desarraigada de sentimentalismo: allí radica su grandeza. Los recuerdos son fragmentados y falaces, y el amor vive- respira- en lo fragmentado, en lo dislocado. En lo diferente. Es en esos momentos de ausencia de esquema, de inexistencia de denominador, en donde se erige Un reino bajo la luna. En sus propios paréntesis. Es respiro, inhalación y no exhalación, susurro y no grito. En esos intersticios de caos, Anderson filtra humanidad pura. Y en ese contrapunto (en ese juego entre lo estructurado y lo libre, entre lo impostado y lo consecuente) es en donde, lejos de toda previsibilidad y sorteando cualquier camino- creando un camino-, podemos atisbar, aunque más no sea en su condición obligatoria de brevedad, el discurso convencido que sostienen, sin ningún tipo de ayuda, la historias que merecen ser filmadas.
EL INTERÉS POR LO AJENO Los tiempos de las cosas El documental es un género (¿es un género?) que tiene como esencia la búsqueda de un imposible: la idea de la objetividad. Concebir a una pieza cinematográfica como un registro- un documento- que se limita a registrar el presente es una discusión ya cerrada hace decenas de años: el cuestionamiento de si un documental está o no desprendido de subjetividad se ha convertido en un tema, se podría decir, saldado. Lo interesante no radica en este desprendimiento (objetividad-subjetividad) sino en, justamente, la búsqueda del mismo: sólo se puede intentar demostrar la realidad mostrando un recorte de la misma. Justamente, el documental busca, en esencia, abolir los mecanismos característicos del cine mediante un intento (el máximo posible) de sinceridad para con el espectador, aún consciente de su propia subjetividad, inherente a toda obra artística. Porque el documentalista ejerce un compromiso: al momento mismo de señalar una obra como un documental (sin tener en cuenta al fascinante subgénero del mockumentary), se da un pacto tácito: lo que estamos viendo es el registro de algo que sucedió o que aún sucede. Es por esto que el documental es un tipo de cine con mucha influencia: confiamos en la "realidad" de lo que vemos (se entiende, por más ficcionalizada que esté). Es decir, nos entregamos tomando como supuesto que eso que sucede en la pantalla es un registro de lo real- casi que sentimos que en vez de contarnos un documental debiera informarnos. Así, los mecanismos internos de un documental pueden ser fascinantes porque su manipulación es a veces mucho mayor que en las ficciones. Justamente, su recorte de la realidad es intencionado y a menudo sucede con una intencionalidad muy particular, pero su potencia radica en su categorización: a través de una cuestión sintáctica (la definición de una obra como un documental) se resignifica su semántica (digamos, el sentido que la obra adquiere). Y justamente, hay algo particular en el caso de El etnógrafo. Y es que sentimos, como en los buenos documentales, que lo que estamos viendo responde, dispositivo mediante, a lo real. Es auténtico. Ulises Rosell, director del film, realiza un seguimiento de John Palmer, antropólogo egresado de Oxford que a fines de la década del 70 decide, dejando de lado su tesis (causa de su viaje) instalarse en Salta, en una comunidad Wichí ubicada en la localidad de Lapacho Mocho, en donde se casa y llega a tener cinco hijos y en donde se encuentra en la actualidad. Lo que propone Rosell no podría ser más sencillo: utilizando una cámara en muchos momentos estática (calma, fiel, austera), se dedica a registrar los eventos que rodean a Palmer, desde su lucha activa por los derechos de los Wichís hasta las charlas con su mujer, en su cocina, en la intimidad más íntima. El etnógrafo maneja varias líneas narrativas con una asombrosa fluidez: por un lado, la vida familiar de Palmer, marcada por enormes secuencias de niñez e inocencia, de su labor de padre y marido (esta línea es quizás la más contemplativa, en la que la cámara más se detiene). Por otro lado, su actividad en contra de la apropiación de terrenos Wichís por parte de las constructoras, una lucha de la que Rosell toma parte con su cámara como presencia polarizadora (porque Rosell no tiene mayor necesidad que la de ser un testigo más, se ubica detrás de Palmer y lo sigue en sus caminatas y en sus discusiones con los operarios de aquellas tenazas de hierro). Y por último, el enfrentamiento cultural entre estas tribus nativas y el pensamiento y la ley del resto del país, el choque entre dos formas de vida completamente opuestas encarnado en Qa'tu, y su condena por haber tenido relaciones sexuales con una menor de edad (relación aprobada por el padre de la niña y completamente natural para los Wichís). Estas tres líneas se entremezclan sin apuro y al mismo tiempo sin morosidad, porque Rosell no está interesado en los tiempos de su narración sino en el tiempo inherente a las cosas. El tiempo que se desprende de las mismas, de los niños, de las comidas, de las charlas, y no el que impone lo externo- alguien con ansias de transformar lo que ve en un relato. Hablando del film con una colega, sin embargo, notamos que hay dos formas de tratamiento muy particulares en El etnógrafo. Aquellas en las que la cámara es testigo circunstancial de lo que sucede y aquellas en las que la cámara provoca las acciones, es decir, aquellas en donde la ficcionalización se torna evidente. Ejemplos de esto son la secuencia de la visita que realiza Palmer a la cárcel a Qa'tu, o la secuencia en la que habla con su madre en Inglaterra. En esta última Rosell propone un relato enmarcado a través del montaje: la madre le pregunta a Palmer por cada uno de sus hijos, y Rosell se detiene en cada uno de ellos, explicitando el aquí y ahora de su intervención y rompiendo, en parte, con el nivel de registro que sucedía hasta entonces. Es así que El etnógrafo presenta varios matices, varias texturas, múltiples cuestionamientos que jamás conspiran en contra de su totalidad como película sino que la complejizan y enriquecen: Rosell hábilmente presenta una pluralidad de discursos que se da de forma dialógica y no excluyente, que acapara antes de separar. Justamente por la naturaleza de su discurso, su prioridad por mostrar antes que otra cosa, Rosell deja que las acciones que graba hablen por él. El etnógrafo se justifica a sí misma- de manera intencionada- no por su búsqueda formal sino por la naturaleza de lo que en ella sucede. Justamente, lo más llamativo de El etnógrafo es la capacidad de Rosell para adentrarse en un territorio que le es ajeno y lograr, de alguna manera, contar los hechos desde adentro. Hay, además, una notable pericia en cada uno de los rubros del film. El encuadre de Rosell es certero y complejo, denota una visión sensible de lo que lo rodea. Las escenas en las que Palmer habla con su mujer en la cocina, enmarcados por la puerta de la misma, implica una clara intención por parte de Rosell: la de no ser invasivo, la de contar aquella intimidad pero desde fuera, desde otra habitación, respetándolos. Y la música incidental es exacta, y le otorga ritmo al film cuando este lo pide. No quiero ni imaginar la cantidad de material que habrá grabado, pero es notable el nivel de depuración que muestra El etnógrafo: la secuencia en la que uno de sus hijos se coloca una bolsa de residuos en la espalda imitando la capa de Batman es un verdadero hallazgo, al igual que la bella escena en la que se meten al agua. El artista Marcos López, luego de ver el film, habló de una sonrisa (que sucede en ese momento) cuya mera existencia justifica toda la película. Entiendo lo que quiere decir: es humanidad que reboza, humanidad que no es incidente sino proyectada. Son rayos que emiten esos cuerpos.
LOS CUERPOS HERMOSOS La vida es compartida Hay películas que no tienen fórmula, o que al menos la misma se nos escapa. Películas que no siguen, aparentemente, ningún patrón reconocible, que no tienen una línea narrativa clara. Esas películas que para contar la trama debemos recurrir a una simplificación genérica del tema que trabaja o a un detallado racconto de los hechos que suceden en la misma. Películas, en un punto, caóticas, impredecibles, mutantes. Tourneé pertenece a este grupo de films, y es por ello que es tan complicado escribir algo parecido a una crítica analítica de esta película. Inasible como es, Tourneé escapa a cualquier juicio, a cualquier encasillamiento. Cuando pensamos que hemos encontrado algo sobre lo que aferrarnos, en la pantalla sucede lo contrario y el film se desliza y se escapa de nuestro ánimo de reconocimiento. Algo sucede en el instante en que miramos Tourneé: se genera una entrega total en nosotros. Lo que vemos es un fragmento de un todo, imágenes diversas de personajes que viven por fuera de la pantalla y no únicamente dentro de ella. Permanecen en nuestra conciencia y generan un fenómeno único: la conciencia de la pantalla como ventana, como portal hacia múltiples posibilidades, fruto de la imaginación- de la concreción de la imaginación. Los rayos de luz reflejada plasman en un registro sensible distintas intensidades y texturas y se concibe una separación de lo real, la creación de una imagen. Y esta imagen se multiplica, una tras otra, y vemos (percibimos) movimiento, y nos identificamos con lo que vemos porque aquello fue (hay un recorte, hay luces, cámara y acción, hay marcaciones y actuaciones, hay un guión y hay alguien dando indicaciones desde detrás de cámara, pero eso que vemos, aún así, fue: sucedió) y ahora es. Y esa posibilidad de lo visible y tangible se torna en el caso de Tournée en su principal tesis, no es ni más ni menos que la concreción de un pensamiento muy claro: la vida como espectáculo. Y el espectáculo como vida- como única posibilidad de vida. Mathieu Amalric interpreta a Joachim Zand, entrañable protagonista de Tournée. La película sigue el relato de la gira de un grupo de artistas del "nuevo burlesque americano" por Francia, guiadas por su representante, Joachim Zand (el conocido Mathieu Amalric, también director del film). Sería errado llamarla una "road movie", pero algo de ello hay, mezclado con un fuerte tratamiento formal que la disfraza de una falso documental, una película intimista que se dedica a mostrarnos al espectáculo desde dentro, desde entre los bastidores. No somos espectadores de Tournée, somos actores y miembros de aquella compañía, y eso es parte- causa o consecuencia- del cariño que nos suscitan todos sus personajes. En lo formal, Tournée está marcada por una constante cámara en mano y planos cerradísimos que a su vez se complementan, al momento de describir los distintos espacios a los que llega la compañía, con planos fijos y generales que marcan cada nuevo escenario en el que transcurrirá el relato. Amalric planta la cámara junto al escenario, en los camarines, habitaciones y baños de las bailarinas, está decidido a que lo acompañemos en el detrás de escena- su interés radica en la costura del espectáculo, en lo que lo rodea. Profesa un profundo amor por todas estas actrices del burlesque, y eso se percibe en la mismísima textura de la película. "Todo es nada excepto sus cuerpos (...) Todo menos ustedes, chicas. Las amo." Amalric ama esos cuerpos, y se dedica a retratarlos con una honestidad asombrosa. Desde el comienzo, en un único plano fijo en el que dos bailarinas se cambian y se visten para el show, ya se manifiesta la que será una de las principales características de Tournée: el retrato de los cuerpos como protagonistas, como realidad, como vida. Sin pudor, sin prejuicios, el realizador logra transmitir la belleza implícita en aquellos cuerpos. Y si hay un cuerpo que se destaca por sobre el resto, es el de Mimi Le Meaux (Miranda Colclasure). Amalric se encuentra obsesionado con su espalda, con sus hombros, con sus tatuajes, con su piel. La cámara sigue a Mimi en múltiples ocasiones; ella camina a la deriva y la cámara (y en este caso más que nunca, nosotros) con ella. Porque este es un film sobre el movimiento. Tournée presenta una clara progresión dramática demarcada por el factor de la movilidad, de la continuidad de acciones y reacciones. Por eso el film resulta, como mencionamos en un principio, inasible: será recién al final, junto al mar, en aquel paraíso terrenal, en el que Joachim encontrará descanso, encontrará sexo, encontrará vida. Allí los tiempos se dilatan, los planos se estabilizan. Habrá silencio y Joachim querrá poner música, al contrario que a lo largo del film: la escena repetida del protagonista pidiendo a diversos encargados de hoteles de bajar el volumen de la televisión o de la música es un detalle no menor. La fascinante espalda de Mimi Le Meaux, casi una protagonista más de Tournée. Hay otro factor determinante en Tournée, y es su conflicto linguístico. Ya desde el planteo de la trama hay una cuestión idiomática que no debe ser dejada de lado. Este constante contrapunto entre el inglés y el francés, entre el mundo de Joachim y el mundo de las bailarinas. Es notable, incluso, el recorrido que plantea Joachim a las norteamericanas, visitando todos lugares de dicha nacionalidad o que al menos remiten al imaginario norteamericano (la escena en la tienda de K.F.C. habla por sí sola, pero también la constante de las estaciones de servicio o de los hoteles en zonas conurbanas). Esta cuestión idiomática es una dualidad que funciona como sinécdoque de los otros múltiples conflictos, también planteados en clave binaria: la dualidad de la doble vida de Joachim (su familia artificial encarnada en las bailarinas, y su familia real, es decir, sus dos hijos) y esta idea de movimiento de la que hablamos con anterioridad, progresando hacia lo estático de la secuencia final en el hotel a orillas del mar. El sexo así ya no es una eyaculación precoz en el baño de un hotel, sino que es puro detenimiento, pura dilación. Hay un puñado de escenas sobre las que uno no puede dejar de hablar. Una de ellas es la situación que se plantea en la estación de servicio entre Joachim y la vendedora que trabaja allí. Es ejemplar el método que utiliza Amalric para atarnos a lo que vemos, para sentir aquellos silencios, aquellas miradas. O el recorrido en auto de Joachim junto con Mimi, con aquellos asientos enfundados en plástico; otro símbolo más de lo pasajero de todo lo que le sucede a Joachim, lo efímero del tiempo como accionar constante y la ausencia absoluta de placer. Hay algo, también, en Tournée que me hace acordar a los films de Fellini, o a cierto cine de Antonioni. No entiendo por qué- poquísimo tienen que ver entre sí- pero está allí. Quizá el manejo de los tiempos, el devenir de la trama, la sensación de que no hay justificación alguna de lo que está sucediendo más que su existencia innegable, la exaltación del hecho por su simple condición de ser. Porque este es el gran acierto de Amalric: brindarnos un mirada- un atisbo- de aquello que es verdadera vida, sin necesidad de justificarse ni de defender sus planteos. No hay error porque no hay elección, las cosas suceden porque suceden y nada, ni siquiera su condición inherente de artificio (aún hoy los mecanismos cinematográficos resultan un mágico misterio), alcanza para abolir la evidencia física y tangible que se desprende, en cada fotograma de su metraje, en cada centímetro de piel de aquellos cuerpos hermosos, de un film como Tournée.
Sobre las distancias Hay un hecho insoslayable detrás de cada película que vemos: la necesidad que tenemos de encontrarnos ante algo que no hayamos visto o, como sucede en la mayoría de los casos, encontrarnos ante algo que ya haya sido visto y revisitado en innumerables ocasiones pero enfocado desde otro ángulo, planteado desde otra perspectiva. Algo que nos (con)mueva, que nos lleve a un lugar- ubicado en quién sabe dónde- lejos de donde estamos, aunque sólo sea por un instante. Desde la reflexión hasta la diversión, todas son abstracciones que hacemos casi sin darnos cuenta al entregarnos a una obra de arte. El problema se presenta cuando es imposible realizar este viaje, cuando todo (o gran parte de) lo que vemos (en el caso del cine, en la pantalla) hace que nos aislemos más en nuestras visiones, alejados y ajenos a la obra, casi creando una distancia cada vez más grande a medida que, en el caso de las artes que tienen al tiempo como factor constituyente (como la literatura o el cine, entre otros), avanzan los minutos, y las palabras y los planos (o las hojas y las escenas) se suceden uno tras otro. Tal es el caso de Cassandra, una película que ya desde el comienzo plantea una problemática débil, poco creíble, de envergaduras dramáticas que se diluyen al avanzar el film. Gran parte de lo que vemos nos resulta impostado, y cualquier posible destello que vislumbramos al comienzo se desnutre hacia la mitad de la película, insostenible en su amalgama de géneros y ahogada por un intento de polifonía, de multitud de voces, de la que no sale airosa. Alan Pauls en uno de los roles secundarios, en un film destinado al olvido. El film narra la historia de una joven de nombre Cassandra (Agustina Muñoz) que realiza un viaje al Impenetrable chaqueño con el objetivo de entrevistar a sus habitantes, nativos de allí, para un diario en el que trabaja. Así, encara este viaje (con la tutela periodística de su jefe, interpretado por Alan Pauls) al comienzo como una oportunidad para lucir sus habilidades como fotógrafa y reportera. Sin embargo, las sensaciones irán cambiando, las actitudes no serán las mismas y lo que en un principio se daba por entendido ahora es cuestionado, lo que en un entonces era una verdad absoluta ahora es una ficción endeble, una construcción que nos aleja de lo que verdaderamente importa. Viaje físico que es reflejo y causa de un viaje interno de esta protagonista, Cassandra no podrá, literalmente, continuar siendo la misma que era antes. Lamentablemente eso no sucede con nosotros: la nueva película de Inés de Oliveira Cézar peca de intrascendente, de punto medio, de ni fu ni fa, todo se queda en el camino por un simple factor: nos es imposible seguir a Cassandra en ese viaje. Varias son las razones de esto. En primer lugar, la inexistencia de una empatía con la protagonista. El personaje es chato, unidimensional y carente de humanidad. Imposible que nos importe siquiera un poco lo que le vaya a suceder. En segundo lugar, la multiplicidad de voces se presenta como un recurso pelado de cualquier basamento. Cassandra consta, a grandes rasgos, de tres visiones: la omnisciente, esa voz en off (a cargo del mismísimo Pauls) que narra los hechos en tercera persona, la de Cassandra, que mediante la voz over nos guía en su viaje y nos cuenta su percepción de las cosas y sus sensaciones, y la de su jefe, el personaje de Alan Pauls, quien aporta naturalidad a un personaje que no comprende completamente su existencia en la película. Así, la coexistencia de estas tres voces nunca se consolida, y mientras que una es innecesaria (la voz en off omnisciente) las otras dos no son compatibles: Cassandra aporta muy poco a lo que vemos y Alan Pauls (no recuerdo ni recordaré el nombre de su personaje) aporta demasiado, convirtiéndose en protagonista en la última parte de la película. Así, lo que nos debería interesar, Cassandra y su paradero, no es importante, y menos aún lo es la búsqueda de Pauls, que nunca termina de cerrar demasiado. Por último, la pasividad del territorio chaqueño retratado en el film. Bien podría ser el Chaco o Jujuy, Salta o Formosa, eso no cambiaría nada. En este punto, cuando nos damos cuenta que un conflicto muy particular (la problemática de los wichis autóctonos del lugar es retratada por momentos de manera documental) es casi una excusa para narrar el viaje de Cassandra, es donde nos distanciamos completamente. El intento de Inés de Oliveira Cézar de realizar una ficción de tinte documental nunca termina de unificarse: así tenemos un marco ficcional muy pobre y poco creíble que sostiene un núcleo documental que suena a excusa, a falso. Un ejemplo muy conciso: al hablar Cassandra con una de las protagonistas de una huelga en Castelli (en su camino al Impenetrable), no llegamos a escuchar nada de la situación en sí: en su lugar, la voz over de Cassandra nos explica lo que le contó esa señora mientras podemos ver a ambas conversar. Recurso interesante, pensará más de uno, para contar y recortar la realidad: todo lo vemos a través de Cassandra, ella nos cuenta lo que le han contado, y así el prisma es más deformante que nunca y la subjetividad es absoluta, y por lo tanto (en el mejor de los casos), la identificación con la protagonista será más accesible. Pero nada de esto es así. A los pocos minutos, todos hablan- esa gran polifonía, y es aquí en donde Cassandra traza la mayor distancia con el espectador: nos hablan numerosas voces pero no podemos escuchar ni una claramente. Casi como un horror vacui, por momentos pareciera que aquello que se rellena con voces es vacío puro, y que detrás de ese vacío yace, por más buenas intenciones que haya en el medio, una notable ausencia de ideas.
El hombre y la naturaleza Mucho se habló de Los salvajes en los meses previos al BAFICI. Fue, creo yo, la más comentada, la más esperada, la que, se decía, iba a ser la estrella argentina de este festival, así como el año pasado lo había sido El estudiante. Se trata de la misma productora, "Unión de los Ríos" (uno de sus integrantes es Santiago Mitre, director de aquel film), y tiene la misma característica: fue realizada por fuera del INCAA, es decir, se trata, como El estudiante, de una producción mucho más independiente y de menor presupuesto que gran parte del cine argentino. Esto es destacable desde cualquier punto de vista, porque es una prueba más de que el cine es posible con cualquier recurso, sin por ello restarle méritos técnicos (justamente, como veremos más adelante, Los salvajes es un ejemplo de notable ejercicio técnico) y que no es necesario pasar por el INCAA para realizar un largometraje hoy en día, factor que muchos parecen desconocer o, en otros casos, vapulear. Así, Los salvajes desembarcó en el BAFICI (en la categoría de competencia internacional) de manera rimbombante, prometiendo mucho. Antes de su proyección, Sergio Wolf dijo que este film era polémico, ambicioso y divisor de aguas. Y que esa era lo que se necesitaba hoy en día en el cine. En ese momento estuve de acuerdo con sus apreciaciones; no así luego de ver el film. Porque ahí vi que Los salvajes no es ambiciosa sino pretenciosa (que son dos cosas muy distintas), autocomplaciente, y que de polémica no tiene nada: se trata de un relato de pura forma y nada de contenido, con bellas imágenes que esconden detrás la nada misma. Los protagonistas se ven absorbidos lentamente por el paisaje y por la naturaleza. El film comienza bien, muy bien. Vemos en la pantalla el escape de cinco jóvenes de un instituto de menores. Así, con explosiones de violencia, desesperación, plegarias, gritos y armas, estos personajes se abren paso hacia el agreste campo y comienzan un éxodo de unos cuantos días, con el objetivo de llegar a la casa del padrino de dos de ellos. Deberán sobrevivir a la naturaleza, a los animales, y, por sobre todas las cosas, a ellos mismos, los salvajes. Entonces, lo que había comenzado como una película de escape y fuga se transformará lentamente en un viaje iniciático para uno de los protagonistas, Simón, el más sumiso e introvertido de los cinco. A la larga, el objetivo se hará difuso, el viaje pasará a ser interno, y la transformación, evidente. El método que utiliza el director Alejandro Fadel es claro. Ubica la cámara detrás de ciertos personajes- protagonistas pasajeros- y los sigue detenidamente, creando así una pluralidad de voces que no es simultánea, sino secuencial. La focalización va variando de personaje a medida que avanza el film; el grupo se reduce en número constantemente, y por lo tanto los protagonistas van variando. El espectador entonces nunca sabe con certeza quién vivirá y quién será el personaje principal, o, en definitiva, el que sostendrá el punto de vista final (por más que sea bastante evidente desde el comienzo que será el hermano menor de Gaucho, el pibito callado y meditabundo, quien tome la batuta). En esta estructura hay un claro método, una clara intención, y eso es mérito de Fadel. También lo hay en la fotografía de Julián Apezteguía, quien crea a partir de un paisaje una obra de arte, y de cualquier situación una danza coreografiada. En los planos generales, el método del encuadre es ubicar a los personajes como si fueran un elemento más de la naturaleza, una transformación que se hace más evidente, incluso desde la fotografía, hacia el final del film. La cámara se plantea como un contrapunto entre planos generales y cerradísimos primeros planos, y este contrapunto también funciona justamente para mostrar esa mutación de los personajes, esa adaptación al medio que los rodea. El clímax de esto se encuentra en el enfrentamiento de Samuel con el jabalí, su prueba iniciática. Toda la persecución y muerte del animal está realizado con planos cerradísimos, cortos y confusos, otorgando un vértigo notable a esta escena. Uno de los problemas de Los salvajes es su sonido, no desde el punto de vista técnico sino desde el criterio. La elaboración de climas a partir de la banda sonora tiene aquí un traspié, principalmente debido a su exceso. No hace falta, por momentos, depender tanto de ese sonido ambiente, el cual sólo contribuye a que la película se vuelva tediosa. Uno de los hallazgos (sin lugar a dudas lo mejor del film) es el de los actores. Todos, los cinco, se mueven con naturalidad y solvencia frente a cámara, y construyen escenas complejas con la altura de actores profesionales. Excepto Sofía Brito, la única mujer del grupo y de toda la película, ninguno de los otros cuatro había actuado en su vida, por lo que su labor es aún más valiosa. "Yo soy el jabalí, yo soy el jabalí, soy el hombre y soy el jabalí". Sin embargo, y dejando de lado todos estos hallazgos ténicos y artísticos, Los salvajes tiene algo de irritante. Y eso es lo que la condena. Esa pedantería que la caracteriza, ese aire de grandeza que se otorga; se trata de una película que se masturba pensando en sí misma, que se declara como Gran Cine ya desde el guión, desde los comienzos de su desarrollo. Y esto se ve reflejado en su trama, en su narración. Los salvajes (o la gente detrás de Los salvajes) confía en sus climas, en las actuaciones, en su fotogafía. Confía en todas sus partes. Y aquí está la falla de Fadel. La película se presenta como una suma de partes, no como un todo. Sin querer caer en frases trilladas, el método de este film es el de alcanzar la excelencia en todos sus rubros, y esto le juega en contra. Hacia la mitad de Los salvajes, ya no hay dirección, no hay sentido. Fadel habló de su intencionalidad de transformar este recorrido en un recorrido interno de Samuel, en una búsqueda y un viaje personal, en algo más místico que otra cosa. No tengo dudas de la intencionalidad detrás de esa mutación, de lo que tengo dudas es de que funcione. El relato se estanca en ese orgasmo visual y no avanza, se regodea con sus imágenes y comete un gran error: sacrifica el todo por la parte. A Fadel le costó cortar más material en la isla de edición por su exceso de orgullo, por su vanidad imperante. Se olvidó de que en muchos casos (y particularmente en este) menos es más, y que no hace falta mostrarlo todo: Los salvajes es un film puramente denotativo cuando debería ser absolutamente connotativo. En definitiva, sería una mucho mejor película si no estuviera demasiado ocupada en (intentar) demostrarnos en cada plano que lo que estamos viendo es cine puro, si se despegara un poco de su belleza y su amor propio. Se trata de un film que impone la contemplación cuando no hay absolutamente nada que contar, cuando lo que vemos es una máscara- una superficie- sin nada detrás, casi un capricho que no peca de caprichoso sino de insostenible.
LA SIMPLEZA DE LO COTIDIANO Confirmación de una estética Los hermanos Dardenne son cine destilado. Ambos realizadores han logrado, con el tiempo, ser dueños de una impronta de autor marcadísima, un carácter propio que convierte a cada uno de sus films en un manifiesto cinematográfico, en una propuesta ideológica que traspasa al cine (o viceversa) y le da al espectador una visión particularísima de un mundo que ya nos es cercano. Las relaciones familiares, del vínculo padre-hijo, la denuncia social, varias son las temáticas a las que recurren estos cineastas para hacer eso que tan bien hacen: lograr que el cine parezca una consecuencia, una necesidad- no por el hecho de ser necesario, sino por su factor de desprendimiento de lo real, por su condición descriptiva del mundo que nos rodea. Es un cine honesto, directo, que no da vueltas. Los hermanos Dardenne nos miran a los ojos en cada película que realizan, y es en este diálogo en donde radica su mayor cualidad: la sensación de que la historia (o, mejor dicho, el relato) de sus films no es ni contexto ni trama, sino realidad. Allá en Francia, aquí en esta calle, a lo lejos en algún barrio- aquel chico, mi padre, nuestros amigos; todos su escenarios y personajes funcionan porque no poseen otra función que esa: simplemente viven y existen y vivirán y existirán. Films como El chico de la bicicleta destruyen sabiamente los tabúes que rodean al arte cinematográfico y lo transforman en algo común, algo innato del hombre: recortan la realidad y nos ofrecen un espacio para observar al mundo y los actos cotidianos no como engranaje de una trama sino como condimentos- como hechos- de esa gran macro-historia que resulta la vida misma. Samantha y Cyril, figura maternal y figura del hijo, en una escena del film. El relato nos adentra en la historia de Cyril (fantástico Thomas Doret), un chico que se encuentra en un hogar para niños ya que no tiene madre y su padre se encuentra ausente. Cyril, en un comienzo, tiene nada más un objetivo: buscar su bicicleta, que, según él, está en la casa de su padre. Luego, al escaparse de su "prisión" y llegar a su anterior departamento, comprueba que tanto su padre como su bicicleta han desparecido. Una extraña, Samantha (la bella Cécile de France), le compra a un niño la bicicleta de Cyril y se la devuelve. Así, se entabla entre Cyril y Samantha una entrañable relación, marcada por dos ejes- por dos caracteres, dos personajes, ambos extremos en su esencia: Samantha y su altruismo y contención absoluta hacia el niño, y Cyril, egoísta y caprichoso, naif y aventurero. Cyril tarda en entender lo que los espectadores comprendemos casi desde el comienzo: que Guy (nuestro amado Jérémie Renier, el protagonista de Elefante Blanco- a estas alturas casi un argentino más), el padre del niño, no quiere estar con él. Así, su búsqueda resulta desde su inicio un intento desesperado de restablecer el orden perdido, de volver a los orígenes, la búsqueda de un objeto inhallable por su inexistencia. Es entonces que mediante la insistencia de un niño que, en su condición de infante, no comprende las acciones adultas y las consecuencias de las mismas, vivimos la evolución de los personajes y asistimos al crecimiento de Cyril, quien en el final comprenderá la magnitud del accionar de cada uno y el valor de los afectos. Es difícil entablar un eje de análisis con respecto a El chico de la bicicleta. Los Dardenne son reconocidos por su simpleza en lo formal, de lo que se desprende la honestidad de la que hablamos anteriormente (entiéndase que se trata de una "falsa" honestidad, ya que cuando hablamos del cine, realmente no se puede hablar en términos absolutos de verdad o mentira). La cámara en mano es ya la marca registrada de estos cineastas, al igual que los planos secuencia de gran duración. Lo interesante de marcar en este film es algo que no estaba presente en ninguno de las anteriores obras de los Dardenne: la utilización de la música incidental. Particularmente, del comienzo del adagio del Concierto para Piano No. 5 de Beethoven. Esta se presenta ocasionalmente en cuatro situaciones distintas, siempre en momentos clave de la historia: justo luego de la bella escena en que Cyril duerme contenido en los brazos de Samantha, luego de la ausencia del padre, luego de que deja el dinero y hacia el final. Luego, en los créditos, los cineastas belgas permiten que la partitura suene completa. La relación entre padre e hijo es un tema recurrente del cine de los Dardenne. Hay en el film marcados diálogos de tipo intertextual con otras películas. La más evidente es la relación que se entabla con Los 400 golpes, de Truffaut. Su protagonista presenta muchas similitudes con Cyril- sobretodo el acto de correr. Corren y corren, y Cyril incluso anda en bicicleta, allí donde Antoine corría. Y hay en lo formal una gran escena que resulta un guiño clarísimo: un plano lateral, cámara en mano (desde un auto) siguiendo a Cyril a toda velocidad por aquel barrio francés. Nos remite directamente a esa maravillosa corrida final de Antoine, escapando del reformatorio. En ambas escenas, todo es silencio. Los protagonistas corren (o andan en bicicleta) escapando de algo, escapando de todo. No miran hacia atrás, sólo hacia adelante. Se trata de una muy lograda secuencia, una hermosa creación de estos cineastas que no hacen otra cosa que ratificar su dominio del lenguaje cinematográfico. Leí un dato muy interesante suministrado por los hermanos Dardenne de la mano de mi colega Roger Alan Koza en su blog: El chico de la bicicleta presenta también como rasgo sumamente interesante la utilización de los espacios. Hay tres lugares definidos en el film que se destacan por sobre el resto: la casa-peluquería de Samantha (la protección, la contención, la seguridad del hogar), el bosque (funciona como contrapunto de la casa de Samantha, es el lugar en donde no hay ley, en donde el delito se hace forma y cobra protagonismo) y la estación de servicio, aquel lugar de paso- un no-lugar- en donde el protagonista obtiene información relevante para su búsqueda. Así, el espacio es para los Dardenne un factor decisivo al momento de trazar su intención formal. Una nota al pie para finalizar este pobre análisis, que nada tiene que ver con él pero me interesa mencionarlo: muy pocas salas proyectaron el film en Buenos Aires (en DVD). Yo asistí en la semana de su estreno al Cinema City General Paz. El primer día que fui, llegué media hora antes y las entradas se encontraban agotadas. Compré entonces mi entrada para el día siguiente. Vi el film en primera fila, con la sala llena, rebosante de gente de todas las edades. Nunca creí que vería un film de los Dardenne en tales condiciones. Eso habla mucho del grado cultural de nuestra ciudad. Que viva el cine.
LOS LUGARES HABITABLES Por un cine imperfecto Abrir puertas y ventanas desembarcó en los cines argentinos con una muy limitada cantidad de copias y en algunos escasos cines, a pesar sus premiaciones en reconocidos festivales internacionales como lo son Locarno (Mejor película y Mejor actriz) y Mar del Plata (Mejor Película y Mejor Dirección). Se trata de una ópera prima, guionada y dirigida por Milagros Mumenthaler, egresada de la FUC y galardonada hace unos cuantos años en el BAFICI por su cortometraje El patio. Abrir puertas y ventanas no se trata de un film típico ni mucho menos: la impronta de Mumenthaler- sensible, analítica y reflexiva- se percibe en cada fotograma, y esto hace de esta película una interesante propuesta, un ejercicio audiovisual plagado de indagación en donde el contenido (la acción y su eco) es palpable, está allí, y el método (la estrategia que subyace) se enmascara de mediador inconsciente. Se dedica a mostrar y no a demostrar- es en ese factor en donde radica su principal virtud y su principal mérito, algo poco usual en una ópera prima Martina Juncadella, Ailín Salas y María Canale, sólidas interepretaciones de un film entrañable. El film trata sobre tres jóvenes hermanas, Marina (María Canale), Sofía (Martina Juncadella) y Violeta (Ailín Salas), que viven juntas en una antigua casa. Así de fácil y difícil es explicar la trama de este film. Porque allí es donde radica una de sus características: la preocupación de Mumenthaler no pasa por contarnos razones ni explicarnos situaciones. Es más similar a un retrato, libre y envolvente, sobre la vida de estas personas y su convivencia en aquella casa. A medida que avanza el film nos enteramos (casi de casualidad) de que aquellas tres hermanas viven solas, y son huérfanas. También caemos en la cuenta de que aquella casa era de su abuela, que falleció hace poco tiempo. Así, Mumenthaler nos va introduciendo en esta historia, que fluye como fluyen los relatos de vida, plagada a su vez de un nivel muy profundo de metáfora y simbolismo que otorgan una gran riqueza al texto fímico. La película comienza con un plano frontal y fijo de una reja de una casa. Sobre ella se sobreimprimen los títulos iniciales a la par de una música melódica y pausada. Un hombre entra en plano, abre la reja y se dirige a la casa. No le vemos la cara a este hombre, sólo su espalda. En el siguiente plano, se nos introduce a una de las jóvenes: Marina. Se encuentra sentada en un sillón en una habitación silenciosa, al lado de una ventana por la que entra un sol tamizado por cortinas blancas. En el mismo plano, mediante un paneo y un travelling, descubrimos a otra de las jóvenes. Violeta, recostada en un sofá, con muy poca ropa, se despierta de un profundo sueño. Sofía, la tercera hermana, logra echar a este joven que viene a buscar a Marina por pedido de ella. Luego, mientras conversan sobre él, Marina lo ve reflejado en uno de los vidrios de la puerta, observándola a ella, y luego irse: se da cuenta de que él ha escuchado todo. En esta secuencia inicial, Mumenthaler logra introducirnos a todos los personajes mediante sus principales características y a su vez logra dar comienzo a un film que se regirá por las reglas de esta secuencia. Se podría decir que se trata de una condensación de gran parte lo que veremos a continuación, tanto en los personajes como en el núcleo del relato mismo. Hay una dualidad constante en Abrir puertas y ventanas, y es la de interior-exterior. Esta encuentra su paridad con otra, muy similar en su manejo: la dualidad mujer-hombre. Es que se trata de una película que casi en su totalidad se desarrolla en interiores, en un mismo interior- la casa. Estas tres jóvenes son las habitantes de este lugar, son su vida y alma. Y el factor del hombre- no como personaje, sino como totalidad, como sinécdoque, ya que los hombres aquí representan al género masculino- es un agente externo, un extraño que se introduce (al comienzo aisladamente, de manera invasiva, factor que luego irá cambiando hasta ser completamente aceptado al final) en este hogar esotérico, en el sentido estricto de la palabra, y herméticamente cerrado a lo que es ajeno. Así, es en este comienzo que vemos al primer hombre del film, reflejado en un vidrio, él afuera y nosotros, junto con las protagonistas, dentro de la casa. Luego, el segundo hombre es aquel vecino, Francisco (Julián Tello), al que vemos enmarcado en una ventana, a lo lejos. Más tarde, entra a la casa, y allí es un extraño. Las tres jóvenes lo miran y susurran entre sí, como si aquel fuera un ser raro, un animal de circo en exposición. La última aparición de la figura masculina (aparte de Francisco) será el del novio de Violeta, igualmente tratado con una distancia, a través del encuadre, cargada de significado. Pues estos hombres son el símbolo del cambio, del crecer, y la casa- tan protagonista como las tres chicas- es el pasado inviolable, el recuerdo como regidor del presente y condicionante del futuro. En lo que respecta a la otra dualidad mencionada (interior-exterior), esta es también un medio de Mumenthaler para significar las dualidades simbólicas de su guión- no por nada el título del film. La figura de un alguien mirando por la ventana es clave en esta película, así como la frase "cierren la puerta" se hace presente desde su inicio. El afuera como factor ajeno y transformador, como algo maligno que hay que evitar. Afuera hace calor, afuera hay mucho sol. Esta dualidad se ve quebrada, si se quiere, hacia el final, cuando, una vez que Violeta se ha ido, Marina se enfrenta con Sofía, y en este acto rompe un vidrio de la casa. El intermediario entre el afuera y el adentro es demolido. Esto se liga mucho con la carga sexual del film, constante, espesa y, por momentos, asfixiante. Así, las tres jóvenes representan tres niveles distintos de sensualidad. El personaje de Violeta (una suerte de Lolita) es provocativo desde el primer momento, y el calor (los cuerpos transpirados, la poca ropa) acentúa esto. En Sofía, esto se ve con su cuerpo. Su desnudez es gradual, hasta completarse hacia el final del film. Y en Marina, la ausencia de sexo a lo largo del film conforma una tensión que se acentúa hasta el momento en que está con Francisco, que resulta, en el relato, justo después de romper el vidrio de la ventana. La tensión liberada, lo reprimido expuesto al fin. El acto de mirar por la ventana, mirada desde dentro hacia afuera: lo ajeno y lo inalcanzable detrás del vidrio. El plano frontal es importante en Abrir puertas y ventanas. Mumenthaler lo utiliza para componer el cuadro en momentos significativos en los que se encuentran las tres hermanas juntas. Así, el momento musical en el que las tres entonan una canción evoca a un pasado compartido, a una memoria de un tiempo mejor al que nunca hay que olvidar. La figura de las tres jóvenes sentadas en el sillón es reiterada en diversas ocasiones, siempre desde el plano frontal, como en un intento de exponerlas tal cual son. También la cámara en mano, utilizado en contados momentos en función de la subjetiva de algún personaje o para generar una carga de tensión, de inestabilidad (cuando Sofía le cuenta a Violeta que Marina es adoptada, cuando Marina y Sofía se enteran de que Violeta se fue de la casa). Por momentos- marcadamente en los paneos o los travelling que Mumenthaler hace de la casa, ya sea en ambientes vacíos y carentes de vida como en habitaciones con algún personaje- pareciera como si la cámara fuera la abuela misma, fallecida, que observa a sus nietas. La directora logra que la cámara misma tenga una personalidad muy determinada, con constantes y pausados movimientos- casi una mirada melancólica de lo que se nos muestra. La actuación más destacable es la de María Canale. Logra componer un personaje que es, desde el vamos, el más complejo. Ailín Salas y Martina Juncadella también aportan solidez a sus personajes (aunque quizá este último resulte el más irritante). Se nota en ellas la dedicación de una exhaustivo ensayo previo, la certeza de que aquellas jóvenes son en verdad hermanas y viven en esa casa desde hace años. Este es otro más de la larga lista de logros de Mumenthaler: el de aportar naturalidad al relato, el de transmitir la sensación de que nos sumergimos en una casa que existe, y que su función es la de mostrar hechos y no la de construirlos. Así, Abrir puertas y ventanas resulta una lograda película de una directora que aún, aparentemente, tiene mucho que contar. Es bueno tener esa certeza dentro del panorama de cine nacional, y es necesario que el público acompañe a estos logros a través de la conciencia de lo propio. Qué mejor ejemplo que la propia Mumenthaler, quien, en una muy lograda secuencia del film en la que las jóvenes están decidiendo qué película alquilar, desliza a través de Sofía una gran frase: "No, nacional no". Y, a su vez, elabora para sus personajes otra frase, repleta de humor y de diálogo intertextual con su propio film: "No entendí mucho... ¿A quién le habla?". Pareciera hablarle directamente al espectador, consciente de lo personal de su película. Este nivel de singularidad, de personalidad para contar una historia sin caer en lugares comunes, es su mayor mérito. Y la principal razón para estar atentos a su nombre en los años próximos.