Aclamado por cuanta academia anda funcionando en el mundo, premiado universalmente, El Artista es de esos films a los que resulta difícil oponerse. Pero como nobleza obliga, lo haremos: no es, ni de lejos, una gran película. Su capacidad para entretener depende exclusivamente de lo que cada uno entienda por “entretenimiento” (a diferencia del buen cine, que nos hace olvidar de nuestras categorías previas) y quizás de lo que consideremos “artístico” para el cine. Film mudo y en blanco y negro, tales características son impostadas. Narra la historia de la transición al cine sonoro en la persona de un actor que no puede hablar y una joven actriz que comienza a triunfar. Ah, y un perro, que es el elemento cómico-emotivo del asunto. Cada secuencia de la película está construida alrededor de algún tópico del cine, oscilando entre la sátira amable y el melodrama nostálgico plagado de citas y homenajes (en una secuencia clave, se utiliza la alucinante partitura romántica de Vértigo, aunque resulta más un chiche que algo que sea pertinente a lo que se narra). Como un desfile carnavalesco, pasan previsibles momentos cómicos, lacrimosos, paródicos, etcétera. Por cierto, algunos son buenos, pero el tono de sarcasmo condescendiente con que el film mira a sus personajes hace que nada tenga peso auténtico, que todo se mire “desde afuera”, como una exhibición de museo móvil. El Artista no es una película mala sino, en cierto sentido, mediana. Pero más alejada del cine de lo que su tema parece indicar.