No es para tanto
Siempre es complicado hablar de un film que le gusta a todo el mundo. Uno corre el riesgo de formar parte del grupo de pedantes que no puede disfrutar de lo que tiene éxito masivo, ni de lo que posee la aprobación de los que construyen el canon del “buen cine”. Pero la verdad, cuando un film es tan festejado por cierto público, determinados críticos y todas las academias de cine del universo, da ganas de desconfiar.
El año pasado sucedió lo mismo con El discurso del Rey (Tom Hooper) una película correcta, en contenido y en forma, bien actuada y carente de todo riesgo y búsqueda. Sólo las buenas actuaciones de Geoffrey Rush y Colin Firth, además del tema que trataba (la tartamudez del Rey de Gran Bretaña) la convirtieron en un film excesivamente premiado y festejado.
En el caso del El artista, nos encontramos con un film mudo que habla del cine mudo. Esto, que en principio parece tan interesante, se vuelve monótono y artificial, porque rápidamente nos damos cuenta que estamos ante un film absolutamente moderno sólo que sin color y sin sonido. Los planos, ciertas secuencias, los sutiles movimientos de cámara, la hermosa fotografía, es algo que, salvo algunas excepciones, no se veía en el cine mudo. El problema con esto es que, al final, no hay interrelación entre lo que se quiere contar y la manera en que se lo cuenta. Es decir, de ninguna manera el hecho de que El artista sea un film mudo, hace que hable mejor del cine mudo. El resultado hubiera sido el mismo con color y sonido. Este punto es uno de los más elogiados en el film de Michel Hazanavicius, que al fin de cuentas, es tan sólo un arbitrario alarde técnico. Un ejemplo positivo de cómo utilizar cierta estética cinematográfica para hablar de un periodo del cine en particular es Ed Wood (1994), de Tim Burton, donde se habla del cine de los 50 utilizando un tono y una estética propios de esa época. Burton logra que esto funcione haciendo que la forma agregue algo y sirva a la historia que quiere contar.
Por otro lado, Hazanavicius pretende hablarnos de la transición del mudo al sonoro, desde la historia más lineal y naif posible. Nos cuenta cómo una estrella del cine de aquellos años (George Martin, interpretado decentemente por Jean Dujardin), se niega neciamente a comenzar a filmar películas con sonido, cayendo en la ruina absoluta, hasta que una nueva oportunidad en Hollywood renueva su carrera. Todo esto con una trillada historia de amor incluida, y también con las apariciones de un perrito muy simpático que aparece cada vez que el film se vuelve aburrido -y para ser justos, hasta este can repite su chiste demasiadas veces-. Este argumento es un lugar común en sí mismo, se puede contar la misma historia con un jugador de fútbol que se retira, cae en la ruina y se redime como técnico, o con un cazador de dodos que cae en la ruina cuando se extingue la especie y se redime dedicándose a matar pavos, también se pueden incluir historias de amor y perritos simpáticos en ambas variantes.
Todo lo anterior para aclarar un par de puntos que a mi modo de ver habían sido demasiado celebrados y que no eran para tanto.
En rigor, El artista se deja ver y, aunque repetitiva, nunca aburre hasta llegar al tedio. Sin embargo, para ver cine que hable del cine basta con ver, por ejemplo, La invención de Hugo, de Martin Scorsese, o la mayoría de los films de Steven Spielberg. Vaya… fíjese… que todavía está Caballo de guerra en cartel.