Cuenta una leyenda urbana vietnamita que en el quinto piso de un hospital abandonado se abre una puerta a otra dimensión, una entrada al reino de las sombras. Ese es el punto de partida del austero experimento de Peter Mourougaya y también el límite del naciente universo de su ópera prima. Estrenada en Vietnam en plena pandemia y recién llegada a los cines argentinos luego de dos años de espera, El ascensor del diablo sí ostenta una única virtud: anticipar la reciente moda del terror del trauma, aquella tendencia que da visibilidad en la iconografía del género a un hecho real, alojado en el pasado, oculto en la memoria. En ese sentido, la película juega –de una forma bastante banal- con artefactos conocidos como el marco onírico del cine de Fritz Lang y el concepto de pesadilla infantil que impulsó El mago de Oz. De ese cóctel salen apenas unos torpes planos giratorios y unas confusas imágenes de pesadilla en rojo furioso.
En los primeros minutos de El ascensor del diablo, Trang (Yu Dong), una estudiante universitaria, conversa por videollamada con su amiga Jina (Tong Yen Nhi), de excursión por el hospital abandonado de la ciudad para poner a prueba la conocida maldición. Jina desaparece, Trang carga con el pavor a los ascensores, y el regreso al hospital para repetir el desafío es cuestión de minutos y de necesidad argumental. Pero más allá de la simpleza de este disparador, las limitaciones de Mourougaya se concentran en su incapacidad de dar espesura a la inquietud de sus personajes (construidos en base a reacciones mecánicas), de trascender el espacio abstracto de las pantallas digitales como forma expresiva del miedo, y en recurrir a todas las trampas posibles –vuelta de tuerca incluida- para expandir un relato que no pasa de la anécdota.