Tirando la Casa (Blanca) por la ventana… de nuevo.
Para el canon del cine de súper acción, la situación es típica: un villano tiene acorralado al presidente de Estados Unidos, y decide explicarle su diabólico plan, mezclando su visión patriótica con burlas y negando que “la pluma sea más poderosa que la espada”. Tras un largo discurso digno del manual básico del antagonista, el líder del mundo libre ofrece una reinterpretación de las palabras de Edward Bulwer-Lytton; en otras palabras, le da un plumazo en el cuello. Si bien el remate es gracioso, no quita la fatiga y la solemnidad fallida de la escena. Esos momentos resumen tanto todo lo bueno y malo de El Ataque (White House Down, 2013) como la carrera de su director, Roland Emmerich. Y, aún con varios de los elementos favoritos del realizador presentes en este último esfuerzo, se puede notar que el rey de la destrucción no aprende de sus errores.
La película porta varios de los fetiches del responsable por Día de la Independencia, El Día Después de Mañana y 2012, arrancando con el padre que tiene que volver a conectarse con su familia. En este caso, él es John Cale (Channing Tatum), veterano de Afganistán y policía, quien no para de decepcionar a su hija Emily (Joey King). Por suerte, él consigue una chance de redención al concertar una entrevista de trabajo con el Servicio Secreto. Por supuesto, esto atrae a su nena, fanática de la Casa Blanca a un nivel enfermo: a la tierna edad de 11, se levanta temprano para ver las noticias políticas, mientras compila datos de WikiLeaks y demás enciclopedias virtuales. Pero cuando la visita a la residencia de Washington es interrumpida por la visita nada amistosa de un grupo paramilitar, el será forzado a probar su valentía al tener que rescatar a su hija, acompañar al presidente James Sawyer (Jamie Foxx) y detener un complot que podría resultar en una guerra nuclear mundial. Todo, claro, entre un sinfín de explosiones, tiroteos, peleas, escombros y cenizas.
Si piensan que esta sinopsis suena bastante familiar, entonces deben estar pensando en Ataque a la Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013), estreno que pasó hace apenas meses por las carteleras del mundo. El choque de proyectos similares ya es costumbre en Hollywood: un año son comedias sobre amigos con beneficios, el otro son reversiones de la historia de Blancanieves y, este, son calcos de Duro de Matar en la Oficina Oval. Pero, aunque el film de Antoine Fuqua con Gerard Butler como salvador de la bandera roja, blanca y azul salió primero, en realidad la preproducción de la película del alemán arrancó antes, con la compra del guión de James Vanderbilt por la friolera suma de tres millones de dólares (cantidad bastante cuestionable al ver el resultado en pantalla).
Vale la pena comparar brevemente estos dos proyectos: la película de Fuqua es una visión más directa, sangrienta, conservadora (allá, los malos eran rebeldes norcoreanos, y había cantos patrios por doquier) y barata (70 millones de dólares), que la versión de Emmerich, que presume de forma limpia su presupuesto de 150 millones a un público más amplio, valiéndose de la excusa políticamente correcta de enemigos internos para darle rienda suelta a la extinción de todo edificio, vehículo o persona al alcance.
De todas formas, la mayoría del film se basa en las espaldas de Tatum, quien tras probar su rango con Comando Especial y Magic Mike hace una buena transición al rol de líder de tanque pochoclero, y Foxx, quien sigue manierismos y tics para entregar a un Obama que tiene siempre listo el discurso de paz, pero que también está más que dispuesto a tomar las armas (cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia). La química entre los dos es apoyada por algunos eternos intérpretes rendidores, como Maggie Gyllenhaal, James Woods y Richard Jenkins.
Todo esto divertiría bastante, si la mayoría de la película no insistiera en meterse en terreno que no conoce. La obstinación en subtramas sobre un trato de paz en Medio Oriente y las maquinaciones de las industrias armamentísticas de defensa hace ver a la película con la mentalidad de un chico de 9 años que ve CNN e insiste sin éxito en repetir lo que acaba de escuchar, y la devoción a la bandera norteamericana cansa bastante. Es por eso que el film solo vuela cuando abandona la lógica y se divierte, como cuando se burla del uso de la herramienta expositiva/narrativa/emotiva que es la hija del protagonista, o cuando muestra al hombre común y al presidente esquivando balas y dando vueltas en una limusina por el jardín de la avenida Pennsylvania al 1600, antes de empezar a disparar un lanzacohetes.
Por eso, la autoconciencia de Emmerich es lo que salva a El Ataque de caer completamente en el adormecedor territorio del protocolo nacionalista, o del mismo cliché. Esta es la tercera vez en la que el director destroza la Casa Blanca pero, aún con ese simbolismo básico, uno no puede evitar volver a tener simpatía por la destrucción.