Un presidente cool
Cuesta enumerar las razones por las cuales valorar -si es que ese atributo correspondiera- alguna de las características positivas de este nuevo despropósito industrial hollywoodense que llega a nuestras salas bajo el título de El ataque (White house down) y que tiene entre sus directores responsables al alemán Roland Emmerich y a un elenco demasiado interesante para subirse a este avión sin piloto que se precipita en la primera mitad, con una explosión y detonación de cursilería que salpica y enchastra durante dos horas.
No voy a concentrarme en el argumento porque es inexistente, sólo basta apuntar que el teatro de operaciones donde suceden las cosas más inverosímiles y absurdas no es otro que la Casa Blanca; que los villanos de turno tienen cara de malos; que el traidor tiene la palabra marcada en la frente desde el minuto uno y que todos los lugares comunes sin excepción a la regla se respetan a rajatabla, además emana una atmósfera de melodrama familiar putrefacto cuando no la sorna a la propia historia, los personajes más planos que una pista de aterrizaje y la subestimación del espectador por partidas equitativas.
Para poner las cosas en su lugar, cabe agregar que estamos en presencia de una mega producción, cuyo costo ascendió a 150 millones de dólares mientras que Olympus has fallen llamativamente parecida a este film costó 161, aunque al producto de Emmerich y equipo le falta todo: acción, vueltas de tuerca, dirección e ideas.
Tampoco funciona desde su impronta bizarra o su dejo de incorrección política absolutamente lavada por el más pulcro patriotismo y la reiterada marca de la presidencia Obama detrás. Por eso no es de extrañar que este presidente afroamericano, interpretado por Jamie Foxx, sea un prolífico defensor de la paz mundial que debe cuidarse del enemigo interno, escudado en ese patriotismo recalcitrante y peligroso y el héroe un padre divorciado, a la sazón guardaespaldas de un alto funcionario de gobierno que anhela dar el gran salto y cuidar al presi y que pretende recuperar el corazón de su hija pre adolescente -nunca vi una pre adolescente tan informada y menos aún con ese sentido nacionalista a flor de piel como esta- jugando su carta de rambo con sensibilidad social, personaje que en la piel de Channing Tatun aporta esa cuota de inverosimilitud que el film no necesitaba.
Incluso si se buscara alguna bondad desde el aspecto visual por el despliegue de los ataques al edificio cuando el servicio de seguridad presidencial parece extraído de un entrenamiento de cualquier ejército de tercer mundo con las explosiones y la balacera incluida da toda la sensación de fallas de continuidad o un insólito reblandecimiento a la hora de la violencia en una película donde los muertos se cuentan a la velocidad de la luz pero en la que no aparece ni una gota de sangre, ningún cuerpo mutilado, decapitado o algo para la platea pochoclera y morbosa de siempre.
Lo cierto es que Roland Emmerich confirma con El ataque una obsesión que ya había sugerido en Día de la independencia (1996) hace varios años atrás que no es otra que su sueño por ver estallar el Capitolio o cualquier símbolo norteamericano que se precie. Eso sí: el presidente sigue siendo cool.