Quien pasó por un taller de escritura sabe que allí afloran, en los textos, en las discusiones, en sus lecturas, qué motiva a sus asistentes y también sus logros, egos y frustraciones. El atelier hace pie allí, para luego brincar, pegar el salto hacia lo que a Laurent Cantet le interesa más: cómo confronta y articula la sociedad, en particular la francesa.
Hay en la presentación un tono muy similar a la de Entre los muros, la película por la que Cantet ganó la Palma de Oro en Cannes en 2008. Esto es, cómo en un ámbito de educación se aprenden otras cosas. Los que participan del atelier tienen edades disímiles y presentes también muy diferentes. Habitan La Ciotat, en el sur de Francia, y si el cierre de un astillero allá en los años ’80 dejó heridas en los habitantes, los jóvenes viven más en el aquí y ahora.
Y aquí y ahora, en Francia, conviven distintas culturas y realidades sociales y económicas. No sólo de raza y religión.
El atelier es un filme coral, hasta que Antoine (Matthieu Lucci), un chico que dice lo que piensa, comienza a despegarse. El habla con vehemencia, desconfía de los que vienen de otras tierras. Los actos terroristas están más que de telón de fondo, recortando la escena. ¿Es, tal vez, un ciudadano promedio?
De a poco va tomando más protagonismo, incluso que Olivia (Marina Foïs), la escritora que acepta el desafío de estar al frente del atelier. Ella comienza a (pre)ocuparse por Antoine, y la relación entre ambos gana también interés en el espectador, hasta que… Cantet volvió a trabajar con Robin Campillo (el director de 120 pulsaciones por minuto) en el guión, y es evidente que ambos no sólo se entienden de maravillas, sino que saben estructurar los diálogos, hacerlos creíbles, por más que haya o no improvisaciones en el set. El atelier es una película para oír, o leer el subtitulado: todo lo que se dice es material de discusión.