Un apocalipsis cercano, familiar.
Esa dimensión casi fantástica del film de Williams, lograda a partir del simple registro de lo real, es uno de sus logros evidentes, nueva demostración de la capacidad del cine de transformar radicalmente aquello que atraviesa el lente de la cámara.
Ningún espectador familiarizado con el cine producido por fuera de los mecanismos y plataformas industriales se llevará sorpresa alguna al término de la proyección de El auge del humano, el primer largometraje del argentino Eduardo Williams luego de una buena cantidad de cortometrajes, realizados en la más completa independencia económica y creativa. Y, sin embargo, la película no deja de resultar sorprendente: su sentido último (si es que lo tiene) es tan esquivo y proteico como esas imágenes subterráneas de un hormiguero que permiten conectar dos de las tres “historias” que la integran. La idea de conexión es, precisamente, uno de los elementos centrales en la construcción de las diversas texturas de la película. O la falta de él: la desconexión. No es casual que las criaturas que caminan en la creación de Williams sean jóvenes que configuran una parte de su vida alrededor del uso de una computadora o un teléfono celular, previa conexión a Internet. “¿Hay un cibercafé por acá?”, preguntará casi una docena de veces la protagonista del relato que cierra el film, una chica de una zona poco urbanizada de Filipinas.
En el primer segmento, rodado en un 16mm de enorme grano y muchas veces forzando el límite de la sensibilidad de la emulsión, un joven surge de las penumbras de su casa, en algún lugar del conurbano bonaerense, y se dirige hacia su trabajo como repositor en un supermercado mayorista. Las imágenes de las calles, inundadas luego de una intensa lluvia, adquieren una dimensión casi apocalíptica; un apocalipsis cercano, familiar, cotidiano incluso, al menos para todo aquel que habita zonas anegables. Esa dimensión casi fantástica, lograda a partir del simple registro de la realidad, es uno de los logros evidentes de la película, nueva demostración de la capacidad del cine de transformar ligera o radicalmente aquello que atraviesa el lente de la cámara. Más tarde, el encuentro con unos amigos incluye ciertas prácticas eróticas que, por un lado, poseen una cualidad definidamente lúdica y, por el otro, se revelan como una sencilla estrategia de supervivencia económica. En esa indefinición, que puede ser de índole sexual pero esencialmente está ligada a la representación, al sentido de las imágenes, El auge del humano también ofrece más incógnitas que respuestas.
¿Qué puede unir a esos chicos argentinos con un grupo de amigos de Mozambique, a quienes Williams sigue con su cámara en el segundo capítulo? Hace rato que el concepto de “aldea global” ha caído en desuso, reemplazado por una realidad concreta que ha asimilado por completo tanto sus utopías como las premoniciones más oscuras. África podrá estar muy lejos de Sudamérica y sus condiciones no necesariamente serán similares, pero las equivalencias son muchas. Este segmento se aleja aún más de la débil línea narrativa del anterior para hacer más explícita cierta sensación de desconexión, de aburrimiento, quizás de alienación, aunque atravesada aquí y allá por momentos de excitación, de movimiento y vitalidad.
La placidez del último tramo, registrado en prístino soporte digital, abandona cualquier atisbo de arco dramático y sigue a una muchacha desde lo profundo de un ámbito selvático a la frescura de un baño comunal. A pesar de lo idílico y agreste del entorno, la preocupación por conectarse al celular es creciente. Que El auge del humano termine con un extenso plano fijo de lo que parece una habitación de testeo de chips no parece ser tanto una ironía o una sorpresiva bajada de línea, como el cierre lógico de una película que describe y expone, pero nunca enuncia. Al menos no de una manera directa o transparente. Los lauros obtenidos en distintos festivales cinematográficos parecen confirmar que los jurados decidieron premiar la búsqueda incansable de una película que nunca se amolda, que cambia constantemente de forma, que parece siempre a punto de atrapar algo inasible.