De puertas abiertas a un mundo personal
El Azote es lo último del prolífico director José Celestino Campusano. Bueno, en realidad no es estrictamente “lo último” porque la producción es casi constante: mientras esta historia llega a salas comerciales, tiene El silencio a gritos en recorrida de festivales y proyectos en curso. Una de las características de este director es que va recorriendo todo el país para retratar problemáticas locales, enmarcadas en sus correspondientes paisajes.
En Bariloche vive Carlos (Kiran Sharbis), un asistente social a quien la vida no le sonríe. Su vida personal es tormentosa: su mujer se fue de su casa, su madre está enferma y su amante amenaza con escracharlo ante los ojos de todos por impotente. Y en el ámbito laboral tampoco encuentra la paz. Trabaja en un centro de rehabilitación de adolescentes, con una serie de compañeros que complican más las tareas en vez de colaborar, priorizando por ejemplo que los internos “los prefieran” gracias a pequeñas manipulaciones y violaciones de las normas convenidas, objetivos que atentan contra el objetivo final del establecimiento.
La propuesta se ubica, fiel al estilo del director, cercana a una propuesta neorrealista. Locaciones reales, iluminación natural, ausencia de musicalización y actores no profesionales dan forma a esta historia basada en hechos reales. El énfasis en las emociones del protagonista, en su devenir sentimental, sus miedos y sus convicciones son retratados con una sensibilidad que permite que el espectador se identifique con él aún prescindiendo de la mayoría de los mecanismos de identificación del cine clásico.
La elección del cast, conformado como decía antes por rostros desconocidos y fisonomías por fuera del estereotipo, terminan de generar esta ilusión de puerta abierta a un mundo personal pero con proyección universal. Carlos está muy lejos de aparentar lo que es. De cabello negro, largo, lacio, vestido de negro y con campera de cuero, parece más un “metalero” despreocupado que el tipo con convicciones y compromiso social que es. Compromiso que muchas veces elige antes que su propia vida privada. Y acá Campusano insiste, nuevamente, sobre otro principio recurrente en su filmografía: las apariencias engañan. No hay que juzgar a la gente por su aspecto exterior, uno nunca sabe qué clase de infierno personal están atravesando las personas de nuestro entorno. Ese desfasaje entre lo que vemos y lo que realmente sucede es aplicable a cualquiera de nosotros, convirtiéndose en un hecho casi de militancia política: no importa en qué parte del país vivas, todos podemos tener los mismos problemas.
Algo similar ocurre con la desidealización del paisaje. Se elige Bariloche pero no se hace foco en los bosques, en los lagos, en el perfil turístico. Se recorren sus barrios marginados, se muestra a los chicos que viven en la calle, a los que no pertenecen a la imagen de “lugar de ensueño donde se vive sin preocupaciones”. Los dramas cotidianos también son reales en el paraíso, simplemente, porque todos tenemos las mismas miserias y las llevaremos con nosotros donde quiera que habitemos.
Alejado de muchos recursos del cine clásico, narrando un pequeño momento de un pequeño personaje con gran posibilidad de ser universalizado y mostrando el lado B de uno de los paisajes más lindos de nuestro país, podemos afirmar que Campusano lo hizo de nuevo: El azote muestra que podés tener una cantidad abrumadora de cosas en común con alguien que vive a miles de kilómetros de distancia.