Campusano: La perseverancia de un estilo
El azote (2017), la nueva película de José Celestino Campusano (Vil Romance, 2008; Legión, 2009; Vikingo, 2011; Fango, 2012; El Perro Molina, 2014; Placer y martirio, 2015 y El Sacrificio de Nehuen Puyelli, 2016), expone en primer lugar y antes que nada la manifestación concreta de una convicción irrenunciable. La evidencia de una idea precisa sobre el cine y sobre la forma de llevarla adelante. Perseverancia que permite identificar de inmediato las marcas de una poética –y, en consecuencia, un universo de representación– muy particular y en pleno desarrollo.
Campusano vuelve a detener su mirada en los desclasados, en aquellas personas que por la lógica íntima de un sistema no poseen ninguna oportunidad de alcanzar una existencia digna y que intentan, como pueden y durante el tiempo que les sea posible, sobrevivir en los márgenes. Como en su película anterior, la historia no sucederá en el conurbano –escenario frecuente y fundante de su cinematografía–, sino en el suburbio más pobre de Bariloche, en los asentamientos precarios de la zona de El Alto, a buena distancia del paisaje más pudiente y privilegiado que ofrece la perspectiva del turismo vernáculo.
El protagonista de la historia es Carlos Agustín Fuentes (Kiran Sharbis), a quien llaman, a pesar de su voluntad, “El murciélago”, apodo que le pusieron cuando tocaba en una banda de heavy metal y que compone junto a una especial manera de vestirse y una forma particularmente sensible de ver el mundo a un personaje característico del cine de Campusano. Carlos trabaja en un Centro de Asistencia para menores judicializados. Su compromiso y preocupación sobre la situación de vulnerabilidad, extrema violencia y desprotección que sufren los jóvenes y chicos que llegan al establecimiento es permanente. Una dedicación casi exclusiva que le traerá problemas con Analía, su mujer, cansada de tener que ser ella la encargada de cuidar a una madre enferma.
Carlos va a ocupar todo su tiempo en ayudar a Javier, un joven con problemas de adicciones, enviado allí por un juez de turno. En una de las mejores secuencias del film, Javier va a contar su historia, sus “viajes de gira” con amigos y familiares, la promiscuidad que se establece entre ellos, el riesgo cierto y constante de muerte. La ejecución visual de ese relato es fantástica. Carlos también acompañará a Luis, un niño que ha padecido abusos en el interior de su propia familia. Afuera y adentro de la institución va a irrumpir la violencia como una forma de expresión incontrolable entre quienes la han sufrido desde el comienzo de sus vidas y quienes la ejercen desde distintos lugares de poder, incluso desde la intimidad de la propia organización familiar.
No obstante, la forma que Carlos emplea para ayudarlos será completamente diferente al proceder habitual de la institución a la que pertenece, la cual suele funcionar la mayor parte de las veces como un eslabón más en la cadena de complicidades que aseguran la continuidad invariable de una realidad miserable. Buscará dialogar con ellos, escucharlos y tratar de hacerles comprender la necesidad de correrse de una trayectoria que no tiene otro horizonte más que la calle, la cárcel o la muerte. La comprensión de lo que sucede alrededor del protagonista se proyectará como una clave de sentido del film de Campusano. En varias oportunidades, Carlos va a visitar a una vidente que le permitirá pensar su propia vida en el contexto en el que transcurre.
La película va a confirmar la capacidad narrativa de Campusano. A su vez, dejará traslucir la persistencia de un estilo único, cada vez más ajustado y definido fundamentalmente por la decisión de ocuparse de un espacio social preciso, el uso de actores no profesionales, la estilización de sus parlamentos. El azote se propone así narrar el proceso de significación y toma de conciencia de un hombre que decide en soledad enfrentar a los responsables de conservar un orden perverso.