Azotes del estado y azotes de pico
Estar estático es malo, le dice una vidente a Carlos Fuentes (Kiran Sharbis), protagonista de El Azote, y Campusano -que lo sabe y no para un minuto de filmar- le suma a sus historias de pueblo una cuota de esoterismo que esos lugares reclamaban. La lluvia de la escena inicial y las visiones que tiene la madre de Carlos también son elementos fantásticos que incluso podrían interpretarse como recursos de género. Pero esos elementos lúdicos que se desvían del relato usual de Campusano quedan sólo en amagues. Lo que sí persiste durante toda la película es la rigidez de su protagonista, entallado en su chaqueta de cuero negra que parece homenajear al Vikingo a la distancia.
Como se puede ver en todas sus películas, lo que al director le interesa del realismo no tiene que ver con la fidelidad de la representación de la puesta en escena y el registro actoral que ella conlleva sino con su construcción, con su preproducción; con, por ejemplo, la elección de los (no) actores y las historias de los habitantes de sus locaciones, lugares casi siempre periféricos. En este caso, reconstruye las anécdotas de un asistente social de El Alto, una zona brava en las afueras de Bariloche donde los pibes pobres viven aislados del sur que se puede mostrar. El conflicto se desarrolla en un centro de menores judicializados donde Carlos personifica al asistente piola, al transformador que se enfrenta a un compañero del centro que quiere sacar rédito de la mala situación de los pibes. El bien y el mal en código Campusano.
El registro del director nunca es realista ni naturalista. Tanto en El Azote como en sus películas anteriores, las actuaciones no aportan verosimilitud clásica, sino verdad. Esa verdad, generalmente se conjuga bien con la potencia del relato, con su idea clara de recrear una historia verdadera que ya se había vuelto leyenda en la transmisión oral y se momifica -en algún punto de su mutación- en el pase a la pantalla. Sin embargo, esta vez, y quizás como pasó en Placer y Martirio (2015), la verdad y la narrativa de Campusano no alcanzan la convicción y la potencia de sus primeras películas; sobre todo de las mejores en términos narrativos, Vil Romance (2008), Fango (2012) o El Perro Molina (2014).
A diferencia de varias de sus películas pero sobre todo de El Perro Molina para acá, la técnica y el equipamiento involucrados en la puesta en escena parecen mínimos; casi copiando algunas de esas ya lejanas reglas del Dogma 95, donde la luz natural era ley y los travellings estaban baneados. Decisiones que seguramente también tengan que ver con la verdad de lo que intenta transmitirse pero que esta vez no consiguen la fuerza de esas trompadas de sentido y visceralidad que Campusano supo propinar en otras ocasiones donde la palabra no importaba tanto como acá.