Hay una frase que suele repetirse en los festivales y proviene de los críticos: “Nadie filma como Campusano”. Y como es un cine que divide las aguas, cada uno que la pronuncia la lleva para el estanque que quiere. La cuestión es que cada película del director confirma una certeza: es uno de los escasos realizadores capaces de hacer visible un universo prácticamente inexplorado en la ficción argentina, de una honestidad brutal, que lo distingue claramente. Por otro lado, el motor que moviliza sus trabajos está atravesado por una dimensión ética que se traslada a los mismos protagonistas de las historias que cuenta. Con solo tres o cuatro planos, Campusano es capaz de integrar los personajes a sus ambientes y esa forma de realismo requiere de la presencia de un espectador que se entregue sin culpa y se aleje de las convenciones dramáticas del mainstream.
El azote gira en torno a la figura de Carlos, un asistente social que trabaja en un centro de menores de Bariloche, más precisamente en las afueras. El sacrificio se multiplica dado que, además de lidiar con la violencia institucional, se ocupa de su madre enferma de diabetes. Las caminatas del “murciélago” por las zonas periféricas, con su chaqueta de cuero y sus pelos largos, enaltecido por la cámara de Campusano, le otorgan al personaje un aire cristiano. De hecho, su prédica es a través de la palabra. Cuando lo asalta la duda y la tentación, acude a una adivina, con la cual intentará expulsar los males que lo aquejan, incluso los amorosos. Carlos se mueve en busca de una justicia que permita salvar a los chicos que ingresan al lugar, enfrentándose a la corrupción imperante en los policías y en los mismos compañeros. El director pone el cuerpo como centro del plano, al que no se escamotea ni se desprecia. Los personajes de la película, en su mayoría, lanzan señales desde su misma naturaleza, a partir de las acciones, por más pequeñas y cotidianas que sean. Los hechos en este ambiente se muestran como son, sin careta complaciente: una puteada es una puteada; un episodio de violencia se vive como tal. No es un gesto menor dentro de un panorama visto en competencia donde se tiende a disolverlas o enmarcarlas dentro de una insatisfacción complaciente con cierta retórica “cool. Por eso, la victoria de Campusano en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata es, en principio, devolver los cuerpos invisibles a un cine argentino con fórmulas agotadas. Y es fácil negarlo con la excusa de los diálogos o el tema de la actuación (en su momento le criticaban lo mismo a Pasolini). Los principios en el universo Campusano son: hacerse ver, hablar y ser. Y para ello hay que mostrar. Mostrar no solo cuerpos, sino ir al fondo con temas pesados, entre ellos, los abusos de menores y la corrupción estructural, sin concesiones.
Campusano no juzga, muestra, y aquello que muestra en el grupo que retrata, incluye códigos establecidos en el imaginario como positivos (defender y alimentar a la familia, mantener los principios, bancar a los amigos) con otros ligados a la misoginia o la violencia de género, sin pudor. No se trata de un cine contestatario ni que estiliza la violencia, sino que la acepta como tal. Se trata de asumir la identidad como director, de poner el cuerpo también, para que la película pueda ir más allá de la esfera de exhibición y se convierta en una prueba sólida, a fin de denunciar la complicidad de quienes sostienen estas situaciones infames. Y esto es un trabajo eterno. Así lo demuestra la secuencia final en la caminata de Carlos luego de haber asumido cuál es su destino y quiénes son los enemigos a vencer.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant