EL ORO Y EL BARRO
El cine de José Celestino Campusano es un problema difícil de resolver para la crítica local, tanto como lo es la propia figura del realizador. Campusano es un tipo de ideas claras, al que parece no filtrarle ninguna crítica: todo lo contrario, su cine se va cerrando cada vez más dentro de sus propios códigos, más allá de observarse un evidente y saludable crecimiento en cómo trabaja con la cámara y la puesta en escena. También es un tipo de ideas un tanto duras, un poco inaccesible en su mirada. Y eso condena sus películas al peligroso territorio del “así soy yo, tómelo o déjelo”. Uno se podría preguntar, entonces, por qué el cine del director de Vil romance debe ser respetado en sus códigos cuando tiene evidentes problemas con las actuaciones y con diálogos explícitos y subrayados, mientras que en otros casos esos mismos inconvenientes son condenados. ¿Por qué la complicidad y la indulgencia? Desde la forma, el cine de Campusano reniega muy acertadamente de determinado establishment, a la vez que goza del beneplácito -por ejemplo- del Festival de Mar del Plata, que siempre le da centralidad colocándolo en sus competencias principales. Es una contradicción que posiblemente exceda al propio Campusano, pero que no deja de ser curiosa y hasta nos obliga a ver su cine desde un lugar un tanto sobredimensionado.
Todo esto viene a cuento del estreno de El azote, y porque en su nuevo film lo bueno y lo malo de las películas del director sale a la luz nuevamente: a pesar de la incesante producción, la filmografía de Campusano es un presente constante y esa es su mayor desgracia porque denota un amesetamiento. El director de Vikingo y Vil romance regresa con otro de sus universos reconocibles: un mundo que retrata a las clases medias y bajas, sus problemáticas y su distancia de las instituciones que supuestamente deberían protegerlos, pero no hacen más que aislarlos. Lo interesante es que muda su mirada a la zona menos privilegiada de Bariloche, aquella que no sale en las fotos turísticas. El centro es un asistente social que además de los problemas de su trabajo, tiene que lidiar con una madre enferma y una ex que se aleja cada vez más. Allí aparece el oro y el barro: porque el retrato vuelve a ser honesto pero la forma hace todo un poco complicado de transitar. Campusano nunca se acerca a ese universo para explotar miserias y regodearse con distancia de clase. Y eso es lo mejor que tiene para ofrecer, sumado a un gran trabajo visual y narrativo con logrados planos que se sostienen sin cortes.
Lo malo, es un poco lo de siempre: actuaciones que no están a la altura, situaciones un tanto grotescas narradas torpemente y diálogos que explicitan demasiado, cuando no están puestos ahí para bajar línea deliberadamente y sin demasiada sutileza. Es verdad que el cine de Campusano es casi un ovni dentro del cine nacional, uno que se mete con determinados temas y clases, y que se aleja del registro contemplativo e indulgente de mucho cine porteño. En las películas pasan cosas y los personajes se movilizan. Pero también es cierto que si alguna vez nació como respuesta a un cine nacional adocenado, hoy debe ser una opción y una realidad en vez de seguir siendo respuesta. Tal vez esto que le pedimos tenga que ver con formas que nunca llegarán, porque hay una determinación casi militante en avanzar en ese sentido. Y eso es totalmente aceptable, aunque no termine de cerrar. Como verán, uno mismo termina cayendo en cierta indulgencia, porque después de todo entiende el cariño con el que Campusano elabora sus métodos para elaborar películas y la manera casi antropológica con la que encuentra historias en cualquier lugar. Y porque si hay algo honesto en el director, es que retrata universos que conoce y sin necesidad de andar juzgando o señalando con le dedo.