Violencia de adentro y de afuera.
Cuando la estética se encuentra al servicio de la ética se resignifica el cine a partir de la mirada y la elección de la forma de trabajar con los elementos de la realidad. Y si hay algo que caracteriza al universo cinematográfico de José Celestino Campusano, desde Vikingo hasta aquí con su nuevo opus El azote, es precisamente el vínculo intrínseco entre lo artístico y lo transformador desde las herramientas al alcance de la mano.
Entrar en ese espacio nada especulativo y siempre con los ojos abiertos -al mismo espacio cinematográfico- para ejecutar la mejor partitura posible implica realizar un esfuerzo doble por no dejarse llevar por los cantos de sirena o el mundanal ruido que siempre utiliza el estereotipo, ya sea por temor o mera ignorancia.
El primer canto de sirena que un cine comprometido como el del director oriundo de Quilmes rechaza es el del miserabilismo, o la pornografía de la miseria, aquel encuadre que realza ciertos valores, decreta verdades o rechaza creatividad y alternativas para avanzar sobre la crudeza de tópicos sociales como en este caso la minoridad, y la violencia implícita en adolescentes sin contención alguna y con historias de infancia ya malogradas desde el primer grito de un parto.
Para El azote, que transcurre en el Sur de la Argentina, la idea de fuga hacia adelante es tan poco viable como la de escapar de la violencia del afuera. La policía acecha, no mantiene ningún orden en el caos de la violencia y dentro del centro de menores, lugar pivot para que aquellos ingresantes enviados por un juez encuentren refugio, lo violento acompaña desde el cuerpo o como reflejo distorsionado de un entorno poco complaciente y hasta corrupto.
En ese mundillo, de traiciones, rencores y justicia por mano propia, el protagonista, apodado "el murciélago", devino asistente social tras haber atravesado los umbrales oscuros del reviente y comprender ese peligroso círculo vicioso que engendra el resentimiento cuando la otredad es un obstáculo y no el aliado necesario para rescatarse de todo aquello que hunde el espíritu. A veces la familia disfuncional, otra el juntarse con malas influencias y en mayor medida la fragilidad que se endurece en un único sentido, alejan toda cuota de sensibilidad frente a la hostilidad de un estado de anomia brutal y la institucionalización de la desidia para que nada pueda cambiar.
El derrotero del protagonista del film es pesadillesco tanto adentro del hogar por sus crisis internas con una madre manipuladora y una pareja harta de sus manipulaciones, pero también afuera en el trabajo cotidiano, con la lucha ante los molinos de viento. Quijotadas como esas se viven a diario sin embargo la diferencia es que bajo la mirada del cine por lo general se disuelven en un compendio de buenas intenciones.
José Celestino Campusano hace del plano secuencia un arma letal para derrumbar los simbólicos molinos de viento y dejar que sus personajes ladren sus verdades, aunque para muchos esa monótona letanía no se vea por TV.