Fernando Trueba que ganara un premio Oscar con “Belle époque” (1992) tomó la novela “El baile de la victoria” del chileno Antonio Skármeta y con Jonás Trueba, hijo además del autor, realizaron el guión de la obra que se comenta y a la que también se la conoce como “La bailarina y el ladrón”.
Es la historia de tres seres marginales. Un ladrón, cincuentón, “maestro” en abrir cajas fuertes sale de la cárcel gracias a un indulto que también a beneficiado a un veintiañero ladronzuelo de poca monta que tratará por todos los medios de convencerlo para dar el golpe que finalmente haga realidad las ilusiones de ambos de superarse. El joven se enamora de una muchacha que ha presenciado, de niña, el asesinato de sus padres por agentes de la dictadura pinochetista y el trauma le impide hablar aunque se expresa maravillosamente por medio de la danza, mientras que el hombre mayor sólo piensa en ser valorado por su hijo y también en intentar recuperar a la madre del niño a la que aún ama.
A partir de ese nudo central esta realización cinematográfica transita por un exagerado lirismo, quizá por influencia de la novela que le da base, la que adolece de una construcción narrativa un poco antigua y lamentablemente eso se ha trasladado a la adaptación para la pantalla de cine.
Trueba no deja que el espectador acierte con el género que le ha impuesto a la trama, no desarrolla del todo las subtramas, da giros repentinos que pasan por la comedia, retornan al drama y hasta hay pasajes caricaturescos.
De pronto todo se cierra en un melodrama y seguramente a ese género apuntó el realizador, aunque no quede del todo claro ese enfoque porque también hace uso de un lenguaje cinematográfico simbólico para remarcar la ubicación marginal que les ha “otorgado” la sociedad chilena a los dos ladrones y a la “muda”.
Si bien las imágenes son interesantes como en el caso de la escena en que el joven y la muchacha transitan a caballo por el centro de la ciudad de Santiago sin que nadie de la multitud que los rodea les preste atención, los espectadores deben estar muy atentos para captar el simbolismo del aislamiento social a que están sometidos los personajes. O cuando se ofrecen bellísimos primeros planos de un cóndor que sobrevuela la cordillera de Los Andes para simbolizar la majestuosidad de la libertad, el espectador debe deducirlo del diálogo anterior a la vista de las imágenes del ave. Los desbordes simbólicos generalmente suelen ser difíciles de interpretar por el espectador común, quien no puede detenerse para analizar este tipo de “vuelos artísticos” con profundidad, algo que sí puede hacer el lector de novelas y descubrir el casi cruel simbolismo, relacionado directamente con la capital chilena, del nombre del joven ladrón, Angel Santiago. El espectador de cine asiste, en su mayoría, a entretenerse.
Y aquí está el acierto del cineasta, su obra entretiene, quizá a alguno le parezca larga o algún otro desee que la historia tenga un cierre más definido, pero estarán atentos a toda la proyección y a los impactos efectistas de muchas escenas.
Las actuaciones son desparejas. Ricardo Darín se impone más por su presencia en pantalla que por componer su personaje, el que ha sido reforzado en la versión cinematográfica, quizá para aprovechar el indiscutible gran cartel de este actor. Abel Ayala abusa de la gesticulación, aunque maneja bien los tonos adecuados al acento chileno que utiliza, es dable remarcar que este joven actor realiza una labor en la que emplea técnicas intuitivas que recuerdan a las que usaba el actor mejicano Mario Moreno (Cantinflas), algo que Ayala ya evidenció en “El niño de barro” (2007). Miranda Bodenhofer, como la joven bailarina Victoria logra una composición ajustada, su rol también fue realzado en esta versión cinematográfica al hacerla casi completamente muda y darle de esta manera un valor agregado al armado actoral, ya que en la novela “habla más”. Julio Jung es quien más se luce, aunque su rol sea secundario pone de manifiesto la valiosa trayectoria que posee