La película, que por momentos apuesta a la tradición del policial negro y por momentos a la novela romántica, en su peor versión televisiva que deja claro cuáles son las pretensiones estéticas reales de Fernando Trueba como realizador.
Fernando Trueba es un director español con cierto prestigio internacional. Al respecto, para entender alguna de las consideraciones sobre El baile de la Victoria, es que su cine se sitúa, como propuesta estética, más cerca del modelo clásico del espectáculo hollywodense, que de ciertas búsquedas formales que intentaron algunos de sus compatriotas de la misma generación, en los tempranos ochenta, luego de la caída del franquismo.
El baile de la Victoria, basada en la novela homónima de Antonio Skármeta, recorre los caminos paralelos de dos ladrones, un joven ingenuo y un hombre maduro, experto en robo de cajas fuertes, que salen de la cárcel gracias a una amnistía. Ambos tienen objetivos concretos al salir: el primero dar el gran golpe y poder tener su campo y sus caballos; el adulto recuperar la relación con su mujer e hijo.
Ángel (Abel Ayala), el joven, conoce a Victoria (Miranda Bodenhofer), una bailarina que ha perdido el habla, cuando sus padres fueron secuestrados por la dictadura Pinochetista. Será por ella y por el amor que él siente casi devocionalmente, que Nicolás (Ricardo Darín) accederá a acompañar al ladronzuelo en su gran golpe.
La película, que por momentos apuesta a la tradición del policial negro y por momentos a la novela romántica, en su peor versión televisiva, es el pobre resultado de una producción plurinacional, donde se ajusta a los mínimos de consistencia narrativa interna, requeridos para sostener el relato. Tanto la coherencia de los personajes – su pasado, su presente, su nivel de lengua, su discurso político - , como sus múltiples nacionalidades (¿por qué la ex esposa de Nicolás es española, y el experto violador de tesoros, argentino?), la verosimilitud de las cabalgatas ciudadanas o la escena del baile final, todo ello atenta contra la necesaria coherencia del relato. Para colmo de males, el ritmo interno es destruido por escenas pretendidamente poéticas, venidas de la prehistoria del cine, que solo sirven para aburrir, y convertir a la película en una mala novela romántica.
Trueba ha tenido algún momento interesante (en general provisto por el material que ha documentado más que por su propio talento), pero ha sido siempre sobrevalorado, especialmente después de haber ganado el Oscar con su película Belle epoque, que no fue sino una mirada sumamente convencional sobre tiempos complejos en España.
La mirada de la Victoria es un melodrama convencional y aburrido, que deja claro cuáles son las pretensiones estéticas reales de Fernando Trueba como realizador.