Demasiados condimentos para un solo guiso
Una chica que quedó muda cuando los esbirros de Pinochet se llevaron a sus padres. Un ladrón mítico que lo único que quiere es que su esposa e hijo lo perdonen. Un chico que sale de prisión con ganas de vengarse del alcaide pederasta. Un matón que lo persigue. Una bailarina tan sublime que lleva casi hasta las lágrimas a un curtido crítico de ballet. Una mujer entregada al cinismo de la burguesía pinochetista. El caballo de un ex convicto que atraviesa Santiago, tal vez como símbolo de libertad. Y un atraco millonario, que no es atraco sino acto de justicia: el dueño del botín es nada menos que el ex jefe de los servicios secretos de Pinochet. Todo eso hay en El baile de la victoria, la nueva película de Fernando Trueba, que más que película parece una retrospectiva desordenada, al pasar del folletín mudo al film de grandes robos, del latinoamericanismo a la europea a la postal andina, de la producción de época al alegato social con atraso. Tratándose del realizador de El año de las luces, Belle Epoque y La niña de tus ojos, no es raro que toques de humor y de comedia brillante le den una pizca de frescura a este guiso recocido.
Teniendo en cuenta que la actriz es española, que la protagonista femenina sea (o haya quedado) muda le quita un acento al batiburrillo idiomático de esta Santiago de Chile en la que un ladrón argentino (Ricardo Darín, en papel como de Aristarain) tiene ex esposa española (Ariadna Gil, en participación poco más que amistosa) y escudero cubano (un taxista que se le acopla), mientras el argentino Abel Ayala (el chico de El polaquito, haciendo de pícaro callejero, como de Leonardo Favio) imita el acento chileno (con notable capacidad mimética) y la profesora de baile es una brasileña que habla en portuñol. Pero el cocoliche eurocéntrico no es el peor de los defectos de El baile de la victoria, basada en una novela de Antonio Skármeta, que a la vez interpreta al emotivo crítico de ballet. Tampoco lo es el pastiche, que al menos muestra al siempre muy clásico Trueba animándose al ridículo. Es lo que sucede aquí con las escenas de galope en pleno centro de Santiago, aquella en la que el ladronzuelo callejero organiza una presentación de su amada a punta de pistola o, sobre todo, otra en la que Darín canta en un karaoke “El día que me quieras” con tono derrumbado, como de Chet Baker.
Lo catastrófico de El baile de la victoria es que lo que se ve o sucede (las citas al film noir, el melodrama romántico, la vulgata antipinochetista) es de segunda mano. Pero se lo quiere imponer como si no lo fuera. Sólo cuando se reconecta con su maestro Lubitsch (algunos diálogos filosos, una magnífica escena de screwball comedy, con cierres de puerta que dan pie a elipsis temporales), Trueba vuelve a ser Trueba. El Trueba de su ópera prima Opera prima, por ejemplo. Opera prima que sigue siendo su película más fresca y sentida, la menos reprocesada.