Más allá del indudable talento de Fernando Trueba, probado en más de una oportunidad y con un Oscar cosechado en su larga trayectoria, al ver El baile de la victoria uno podría afirmar que la combinación de un cineasta español como Trueba y un argumento anclado en el Chile post-Pinochet no ha sido de lo más feliz. Al romanticismo de la historia de la novela de Antonio Skármeta, que confronta con los antecedentes históricos y políticos que describe, se le complementa la puesta en escena de Trueba, enfocada en maximizar todo el lirismo de la trama.
Si no se jugara la carta del drama con visos políticos, tal vez ese lirismo que le aporta Trueba sería uno de los aspectos más valiosos del film. Lo que sucede es que a la hora de combinar lo poético con un drama que surge de las heridas abiertas por los desaparecidos en Chile, el film apela a una suma de elementos que nunca llegan a integrarse, y que terminan desequilibrando el relato. Algo parecido ocurría con el film inglés sobre los desaparecidos con Antonio Banderas y Emma Thompson, Imagining Argentina, sólo que aquel le sumaba el componente fantástico, con lo que terminaba generando un collage espantoso y forzado, principalmente por la extranjerización del fenómeno de las torturas y desapariciones.
En El baile de la victoria el resultado es mucho más digno, tanto Darín como Abel Ayala (referencia para los argentinos, es el protagonista de El polaquito) se muestran convincentes en la historia, aunque Darín parece estar en piloto automático, su rol nunca llega a tener el peso dramático que aparenta, y el vínculo errático con su mujer y su hijo no se acerca a la fuerza protagónica del vínculo entre Ángel Santiago (Ayala) y Victoria. En tanto, a Abel Ayala le ayuda el hecho de tener mucha más presencia en el relato, y por momentos le aporta el dramatismo adecuado, aunque suele acercarse demasiado a la sobreactuación. Dentro de los roles principales, resta Ariadna Gil, con un personaje que no llega a justificar su presencia, mientras que la revelación de la película es, sin duda, Miranda Bodenhöfer, la Victoria con la que juega el título.
Sin embargo, lo que hace a esta película quedarse a mitad de camino entre las intenciones y los resultados, es la mezcla de tonos y registros, desde el lirismo buscado por Trueba, con varias escenas “embellecidas” y realzadas por una música que fuerza esa búsqueda poética, hasta el policial que se asoma por momentos pero que no se desarrolla como debería (si esto no fuese así, no nos chocaría el cambio brusco de las charlas de café de Vergara Grey/Darín y Ángel Santiago, a la escena del robo protagonizado por ambos) y escenas que, en su pretensión dramática, desembocan en el patetismo, como la de los miembros del jurado que reprueban a Victoria mientras Ángel les narra su traumático pasado.
Se nota que las intenciones de Fernando Trueba y del elenco han sido las mejores, y el lirismo que le aporta Trueba al relato podría ser la base de alguna otra gran película. Aquí, sin embargo, estas pretensiones poéticas deben lidiar con un todo que hace trastabillar a la película, quedando en el medio de un prisma con demasiadas aristas, el intento de narrar las “venas abiertas” de la dictadura pinochetista.