Comencemos por lo más sencillo: Ricardo Darín es un gran actor y hace visible, incluso atractivo, hasta su rol menos interesante. Nunca se le podrá echar la culpa de la falta de calidad de una película. En el caso de este melodrama, toda la responsabilidad cae sobre los hombros de Fernando Trueba, su realizador. Trueba es un buen director y un gran cinéfilo: más allá de haber ganado un Oscar (con “Belle Époque” en 1993), se ha destacado en el gusto por el clasicismo y la ironía en cualquier género. También por dedicarle documentales a la música que le gusta (como en “El milagro de Candeal”). Por eso “El baile de la Victoria” es un film atípico del realizador. Adaptación de una novela de Antonio Skármeta, es la historia de un ladrón de poca monta, un veterano artista en el robo de cajas fuertes, y una joven danzarina. Lo que podría ser ligero, preciso, ingenioso, se vuelve pesado, a veces alegórico; peor que todo: solemne. La trama tiene el peso de lo novelístico en el peor sentido, ese de incorporar bifurcaciones y subtramas para decir algo sobre el mundo, en lugar de bordarlo con la mirada en filigrana. Se nota una calidad profesional buscada en la forma de la imagen y el despliegue técnico, pero la manía de explicitar todo, la necesidad de que cada cosa “signifique algo” y, especialmente, la falta de alegría (no sólo en los personajes, sino en el tono, especialmente notable en el uso de la música) vuelven tedioso un espectáculo que, dados los antecedentes del realizador, uno adivina fallido por exceso de ambición o, quizás, error de cálculo.