Fábula Trasandina
Y un buen día, Fernando Trueba decidió volver a la ficción. Tras varios años en los que se dedicó a dirigir y producir (e incluso fundar un sello discográfico) excelentes documentales sobre música latinoamericana como Calle 54, Blanco y Negro y El Milagro de Candeal, el prestigioso director español de Belle Epoque y La Niña de tus Ojos, decide crear una ficción de pretensiones épicas. Cruza el océano Atlántico con su mirada, traspasa la cordillera andina y llega a Chile.
¿Por qué lo hizo? Porque es un romántico empedernido. Porque ama el cine clásico del Hollywood dorado (especialmente de Billy Wilder, con el que llegó a cosechar una gran amistad en los últimos años de vida de este mismo) y sentía la necesidad de volver a las raíces.
No me considero un experto en su filmografía, pero puedo asegurar que es un director que sabe lo que quiere y ama los géneros como pocos.
Y puso los ojos en la fábula de Skármeta que le cae como anillo al dedo con respecto al resto de su obra. No es la primera vez que el autor chileno sirve de inspiración para una adaptación cinematográfica: en 1994, Ardiente Paciencia fue llevada exitosamente a la pantalla grande bajo el título El Cartero (Il Postino) por el hindú Michael Radford con inolvidables interpretaciones de Phillipe Noiret y el finado Massimo Troise. La película fue uno de los grandes éxitos sorpresa del año, fue nominada al Oscar en varios rubros y el argentino Luis Bacalov ganó el premio por la banda sonora.
Con tales antecedentes, El Baile de la Victoria, prometía ser un regreso con gloria. Pero no lo fue. La crítica y el público no lograron entusiasmarse tanto esta vez (aun cuando fue nominada a 9 premios Goya y enviada como representante española al Oscar). Sin embargo, en lo referente a gustos no hay nada escrito, y voy a tratar de deshilvanar los aspectos por los cuales, este baile deja un ambiguo gusto a victoria.
Nicolás Vergara Grey (Darín) fue en algún momento un prestigioso ladrón de cajas fuertes. Cayó preso por 5 años y al salir lo único que desea es recuperar el tiempo perdido: una deuda que le debe un antiguo socio y volver a ver a su esposa e hijo. Angel (Ayala con marcado y verosímil acento chileno) es un joven delincuente juvenil que estuvo preso durante dos años y también acaba de salir de prisión. No tiene hogar fijo y deambula por las calles de la ciudad. Una tarde se enamora a primera vista de Victoria, una joven muda y humilde que vive en la casa de una veterana maestra de danza húngara.
Los caminos del joven y el ladrón se cruzan cuando el primero le propone al segundo que roben dinero ilegal perteneciente a Pinochet (la historia sucede antes de que el dictador genocida falleciera).
Con retazos de un spaghetti western o un film noir, Trueba construye un relato atractivo y romántico. Una fábula con reminiscencias épicas y fantásticas, donde la realidad social se entrecruza con los sueños de dos hombres: uno que se quiere llevar el mundo por delante, el otro que ha vivido demasiado y solo quiere estabilizarse.
El guión se va abriendo a medida que avanza, como un abanico. Aparecen subtramas y más personajes típicos de las novelas negras: asesinos, usureros, apostadores. Trueba agarra elementos de Casta de Malditos de Kubrick o Mientras la Ciudad Duerme de Huston. Pero también parece haber inspiración de otros autores contemporáneos que realizaron trabajos parecidos: lo más cercano, Sendero de Sangre (2002) película con argumento similar protagonizada por Javier Bardem y dirigida por… John Malkovich.
Así y todo con la presencia de Ricardo Darín en la pantalla resulta imposible para el espectador argentino no encontrar similitudes con las últimas películas de Eduardo Mignona (La Fuga, La Señal, ésta última dirigida por el actor con guión de Mignona), con el tono romántico, tragicómico que le imprimía a sus historias, donde el estilo novelesco se respira en cada diálogo, en la forma de estar montada, en que cada secuencia se va desarrollando. Por supuesto que la forma en que se va desarrollando la relación entre Angel y Vergara Grey, discípulo – mentor, remite indefectiblemente a una mezcla de Nueve Reinas con el tono lúgubre y oscuro de El Aura. Y por otro lado parece que Ricardo todavía no pudo quitarse del todo al personaje de Espósito (El Secreto de Sus Ojos).
Más allá de eso, el argentino da una interpretación soberbia, melancólica, austera, que la ubica entre las mejores de su filmografía. Desde hace 10 años, que el actor viene mejorando trabajo tras trabajo y esta no es la excepción. A su lado, Abel Ayala (el protagonista de El Polaquito) hace un trabajo honesto y sensible. Un poco limitado debido a ciertos diálogos forzados pero creíble.
La debutante Miranda Bodenhofer queda un poco relegada finalmente. Si bien es indudable su tierna mirada y su talento para la danza clásica, su interpretación no convence tanto como la del dúo masculino.
La película tiene sus momentos altos y bajos. Varias situaciones no terminan por resolverse de manera verosímil, e incluso amagan con tocar límites absurdos. No todas las subtramas cierran convincentemente y algunos personajes desaparecen de la trama de forma repentina.
Si bien, a pesar de su duración, la narración no se vuelve monótona ni lenta, hay momentos un poco edulcorados, que podrían haber sido eliminados del montaje final. Por otro lado, se agradece que Trueba no haya querido hacer demasiado énfasis en el contexto político - social de Chile, como quizás hubiese hecho algún realizador anglosajón.
Bellamente fotografiada, un poco pretenciosa en su romanticismo, con sutilezas pero a la vez poca profundidad dramática (la película es bastante discursiva y obvia en metáforas), El Baile de la Victoria es una obra atrapante y entretenida, que lleva el sello de su realizador, una fábula mágica que no mereció críticas tan severas, pero que a la vez deja el sabor de aquellos partidos de fútbol que se ganan con lo justo: una victoria que podría haber tenido muchos más goles, pero se conformó tímidamente con el mediocre resultado final.