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Darín vuelve a interpretar a un canchero poco ingenuo en la nueva película de Trueba.
Llevar al cine una obra literaria siempre es un desafío, porque las imágenes no son el punto de partida, sino el resultado del proceso de traducir lo que estaba sólo en palabras. A veces el cambio de registro deriva en un nuevo enfoque, otras en una copia fiel del texto y otras se queda a medio camino y no logra crear una historia que se sostenga desde la impronta cinematográfica. Eso es lo que parece pasarle a El baile de la Victoria, la nueva película de Fernando Trueba- director de Belle Epoque y La niña de tus ojos- basada en el texto de Antonio Skármeta, que ganó el Premio Planeta en 2003.
La narración arranca cuando los personajes de Nicolás Vergara Grey, interpretado por Ricardo Darín, y de Ángel Santiago, en la piel de Abel Ayala, dejan la cárcel gracias a una amnistía en Chile, tras la dictadura de Augusto Pinochet. Mientras Vergara Grey quiere sólo recuperar a su familia, Santiago desea dar un gran golpe y cruzar Los Andes para comenzar una nueva vida.
En el medio aparece Victoria, Miranda Bodenhöfer, una joven que perdió el habla de niña cuando los militares asesinaron a sus padres. Su forma de expresarse es la danza, un baile que intenta convertirse en una metáfora de la importancia de no perder nunca las esperanzas. El problema es que a partir de ahí los géneros comienzan a mezclarse y ninguno se define, thriller, comedia romántica, historia política, costumbrismo. No hay un hilo que lleve a la historia por un camino seguro y la fábula aparece cargada de escenas inverosímiles, que no llegan a ser creíbles.
Si la película logra algún tipo de éxito en la Argentina, será seguramente por la presencia de Ricardo Darín, que una vez más hace el personaje que viene repitiendo en los últimos films de su carrera. El canchero gracioso, sentimental, bueno pero poco ingenuo, que tanta respuesta popular despertó con las películas de Juan José Campanella. Nadie duda de que Darín sea un gran actor, pero desde la pantalla se espera que pueda buscar otros caminos, como aquella inolvidable actuación, oscura y con matices, que ofreció en El Aura, de Fabián Bielinsky, tal vez su mejor trabajo hasta ahora.
Abel Ayala tiene grandes momentos, pero en otros exagera hasta la incomodidad. Y Bodenhöfer logra transmitir cierto encanto, pero queda la sensación de que no está aprovechado.
Así y todo, la película tiene un punto a favor que es el manejo de la atención del espectador. No deja de ser entretenida, a pesar de las imprecisiones.