Con el pelo suelto La película israelí Gett: el divorcio de Viviane Amsalem cuenta la historia de una mujer que ruega por su divorcio, que le es negado una y otra vez. Todo sucede en una habitación, blanca y luminosa, despojada. Tres escritorios componen la escena, en uno está ella que se quiere divorciar, en otro está él que lo impide y enfrente están ellos, los jueces, que no tienen piedad y están llenos de prejuicios, esos que están arraigados en toda una sociedad civil que basa sus lazos en la religión, en este caso judía. La religión es el culto que maneja los hilos de las personas puertas para afuera y también puertas para dentro, ahí donde paraliza las posibilidades de ser libre, sobre todo a las mujeres, y enfatiza la sensación de miedo que las mantiene atadas y sometidas. Gett: el divorcio de Viviane Amsalem es una película israelí que habla sobre la vida privada de una mujer que se vuelve espejo de la vida pública y da cuenta del modo en que se relacionan las parejas y la percepción del entorno. Viviane tiene que presentarse en un juzgado para explicarle a tres jueces ortodoxos por qué se quiere divorciar de Elisha, y suplicarle a su marido que lo permita. Hasta que él no acepte el divorcio, los jueces no van a aceptar la separación, así empiezan a pasar años y las escenas se repiten en la misma habitación. A veces Elisha ni se presenta y todo se vuelve a retrasar, otras veces va y vuelve a decir que no, que no la quiere dejar ir, como si fuera un objeto de su pertenencia. Cada uno tiene un abogado que refuerza la posición de su defendido, pero la justicia está siempre del lado del hombre que no logra ser convencido que la relación ya está terminada. La repetición y el paso del tiempo se vuelve desesperante, irritante, los años pasan pero todo sigue igual, ella sigue reclamando por su libertad y una y otra vez se le vuelve a negar. La película es la tercera parte de una trilogía que se completa con To Take a Wife y Shiva, pero es totalmente independiente de sus predecesoras. Él dice que nunca la engañó, que siempre la alimentó y que juntos construyeron “un hogar judío ejemplar”. Ella dice que no es feliz pero no alcanza, a nadie le alcanza su sentimiento para permitir que se separen y puedan tener otra pareja. Pasados varios años Viviane se cansa, los buenos modos y la paciencia tienen un límite para ella. “No tengo miedo, he estado retenida como un perro atado, pero ya está bien”, asegura al fin ella y cuenta que era infeliz porque él la criticaba y la insultaba y nunca tenía una palabra de amor o un gesto de cariño. En todas las audiencias, Viviane iba con el pelo prolijamente atado, en las últimas, cuando no puede más y se rebela, se lo empieza a soltar, juega con sus mechones y el tribunal se lo reprocha. No parece casual ese juego con el pelo, en una sociedad que considera que una mujer casada debe recogerse el cabello como señal de no estar disponible para otros hombres. Las escenas que se repiten en un mismo escenario logran transmitir la asfixia, el encierro, la locura ante el suplicio de no poder liberarse de la falta de sentido común que la rodea. La opresión del espacio es un reflejo de la opresión interna de la protagonista. Viviane Amsalem está en el nombre de la película, en la tradición de mujeres que titularizaron las obras que protagonizaron. ¿Qué tienen en común Madame Bovary o Anna Karenina con Viviane más de 100 años después? Las tres enfrentan su soledad ante el mundo y tienen que soportar la frustración por la falta de comprensión. Bovary y Karenina fueron infieles en una época en que la infidelidad de la mujer era casi un crimen, Viviane quiere separarse y hacer su vida sin depender del hostigamiento de su marido. Flaubert defendió su obra reclamando: “Madame Bovary soy yo”, o eso asegura el mito. En ciertos lugares todavía una mujer tiene que dar explicaciones por sus deseos e implorar para que sean aceptados. Viviane Amsalem somos todas.
Días de furia Tangerine cuenta un día en la vida de dos amigas transexuales que recorren los suburbios de Los Ángeles buscando venganza y una respuesta que las saque de la melancolía. Violencia contada a toda velocidad, marginalidad expuesta como en un documental, la prostitución y la exclusión presentadas en un retrato de puro realismo, la reacción ante la infidelidad, la relación entre dos amigas, la hipocresía dialogando en una mesa de debate con muchas más preguntas que respuestas y un modo de contarlo tan directo y despojado que hace notar la influencia del dogma 95 de Lars Von Trier. Todo eso es Tangerine, la película de Sean Baker filmada con un iPhone en los suburbios de Los Ángeles. Sin-Dee es una mujer trans, la protagonista de la película, que sale de la cárcel y su amiga Alexandra le cuenta que su novio la estuvo engañando con una chica heterosexual a la que llaman “fish” (pescado). A partir de ahí, la trama contada en un día se centra en la búsqueda atormentada por encontrarla para vengarse, llevarla ante su chico y dejarlos en evidencia. Las imágenes muestran las calles agobiantes de descontrol y miseria, rincones donde las reglas de la vida en sociedad parecen detenidas en una ciudad que suele mostrar otra cara. En el medio de esta historia, aparece el relato de un taxista armenio que tiene relaciones con travestis y trans. Su esposa finge no darse cuenta, para intentar mantener su vida tranquila, pero su suegra lo va a buscar para que revele lo que hace en horas de trabajo. Todo enmarcado en una puesta en escena llena de estereotipos y lugares comunes de familia aparentando perfección en la cena de navidad. Además de mostrar la marginalidad, la película parece volverse una reflexión sobre las formas en las que una mujer reacciona cuando se entera de la infidelidad de un hombre. Algunas, como la esposa del taxista armenio, prefiere el silencio, y se arma una convicción ficticia de felicidad para no enfrentarse a la mirada de lxs otrxs. La suegra en cambio hace todo para encontrar la “verdad”, porque cree que ahí está la verdadera dignidad, aunque tenga que enfrentarse a la angustia de haber sido engañada. El caso de Sin-Dee deja en evidencia un problema, una forma de accionar ante la traición que hace que la mirada feminista que podía tener la película se desvanezca. Cuando encuentra a Dinah, el pescado que se acostó con su novio, no deja de zamarrearla y arrastrarla por las calles de la ciudad. Las escenas bruscas eligen mostrar la brutalidad de una transexual contra la mujer que osó meterse con su novio, en lugar de encarar primero al hombre, que fue quién en última instancia le mintió. Cuando por fin lo tiene enfrente, la violencia parece desvanecerse, porque pasa eso, ante el hombre algunas mujeres todavía se desvanecen a pesar de la traición masculina. El encuentro entre Sin-Dee, su novio y su amante sucede en una cafetería de donas, esos locales tan típicos de Estados Unidos, donde además de ellos confluyen su amiga Alexandra que exhibe un dejo de ternura y compasión, el taxista armenio, su mujer y su suegra que exaltadas van a pedir todo tipo de explicaciones que no encuentran porque nadie tiene ganas de darlas. En ese local el drama se manifiesta como una tormenta tan cargada que no llega a aliviar la melancolía sórdida de los personajes. La más lograda de la película es la relación de amistad entre las transexuales, que pasan por el enojo, el alejamiento, se cuentan sus penas porque no tienen a nadie más, se pelean pero terminan unidas en una conexión que supera cada una de las traiciones.
Daniel Rosenfeld llevó al cine el mundo literario de Silvina Ocampo con belleza, poesía y riesgo. Inocencia y crueldad se mezclan en un espacio que atraviesa el tiempo, encerradas dentro de un espejo que busca un sujeto para soñar, hablar y querer morir. Cornelia mira el mundo desde un umbral entre la realidad y la imaginación, un estar más acá de los objetos que son mucho más que cosas quietas, una liberación a través de las palabras. Cornelia es todo decir, es un ser hecho de su propia voz y de las voces de los otros, que rebotan en las paredes de una casa majestuosa y derruida, que expresan relaciones difusas, como estancadas. Cornelia frente al espejo es una película basada en el cuento de Silvina Ocampo. El director, Daniel Rosenfeld, en su primer largometraje de ficción, se atrevió a llevar al cine la obra de la gran escritora argentina con el texto original, las mismas frases, los diálogos, los silencios. Una decisión arriesgada por las dificultades de esa transposición que en los primeros minutos ya quedan de manifiesto. El punto frágil de la película es que esos diálogos de la literatura no resultan del todo creíbles llevados al cine, el traspaso no puede evitar cierta inadecuación. Pero esa debilidad queda en segundo plano cuando aparece toda la fuerza del texto maravilloso de Ocampo, la poesía que expresa cada frase, la enorme belleza de las imágenes que la acompaña y el gran trabajo actoral de Eugenia Capizzano. La película se vuelve una ceremonia porque transita ese camino alejado del realismo, de las explicaciones repetidas para detenerse en los detalles, como los primeros planos de los objetos, siempre protagonistas en la obra de Ocampo. El relato está narrado a través de referencias a la autora, estudiadas y cuidadas alusiones a los temas que más se relacionan con la escritora: el misterio, la resistencia a la normalidad, la muerte, lo extraordinario en medio de la vida cotidiana, el lenguaje y los personajes que todo el tiempo están cruzando la frontera de la realidad. "Siempre jugué a ser lo que no soy", dice Cornelia para dar cuenta de una identidad compuesta de multiplicidades. Cornelia primero habla con el personaje que interpreta Eugenia Alonso, luego con una niña, con un ladrón (Rafael Spregelburd), y con un supuesto viejo amante (Leonardo Sbaraglia). Todos personajes construidos a la sombra del misterio, que podrían estar vivos o muertos, como fantasmas dentro del espacio interno que conforma la casona que los enmarca, una construcción antigua que recuerda a Villa Ocampo. La protagonista busca el suicidio, pide que la maten, quiere irse. "La felicidad, la falta de obstáculos, no me parecen indispensables para desear vivir", dice él en un diálogo encantador sobre las razones para morir. La película se vuelve una experiencia poco habitual para el cine nacional, que tal vez poco a poco comienza con más firmeza a animarse a ofrecer esta clase de películas hechas de sutilezas.
Las puertas que se abren y se cierran tienen una tradición en la literatura y en el cine como elementos que enmarcan espacios y construyen una continuidad narrativa. En Franz Kafka una puerta custodia la ley, en Fedor Dostoievsky las puertas definen la incomunicación entre las personas, en Samuel Beckett se vuelven el camino a la desintegración. Abrir puertas y ventanas, la primera película de Milagros Mumenthaler, rescata este recurso y lo utiliza para definir estados de ánimo y emociones que atraviesan las tres protagonistas principales. Más cerca de Ingmar Bergman que de las prácticas conocidas de directores argentinos, el cine de Mumenthaler se emparenta al de Lucrecia Martel, Celina Murga o Ana Katz en esa cuestión que ensombreció durante décadas la cinematografía local que es el manejo de la sutileza. En Abrir puertas y ventanas hay más silencios que ataques de ira, hay más miradas de tristeza que diálogos forzados, más roces que encuentros arrancados. La película transcurre en un único espacio que es la casa en la que viven tres hermanas, interpretadas por María Canal, Martina Juncadella y Ailín Salas. La cocina, las habitaciones, los pasillos externos y el patio son los escenarios elegidos para ubicar las situaciones de una familia que quedó desarmada. La abuela murió y los padres no están, la falta de explicaciones genera un clima de misterio y melancolía que hacen de Abrir puertas y ventanas una película preciosa y disfrutable, llena de detalles como el color de las paredes, la lluvia detrás del vidrio o la música que acompaña la intimidad de cada una de las hermanas. La casa y los objetos que la habitan, como un colchón que vibra, un sillón viejo, una lámpara blanca y negra, se subjetivizan para dar cuenta de los estados internos de las protagonistas, se transforman en la prolongación externa de los mundos internos. Nada extraordinario sucede en la casa: es detenerse en la cotidianeidad de las sensaciones, en no saber qué hacer para salir de la desidia de todos los días. La hermana más chica no puede ni levantarse de la cama, la del medio trabaja y va a la facultad rodeada de una bronca detenida, y la mayor espía qué hace el vecino en quién deposita todo su deseo. El quiebre de la rutina modifica esa aparente tranquilidad y hace replantearse el presente y el futuro. La supuesta quietud se rompe y las actitudes dan un giro. Necesitan cambiar los muebles, remover las raíces de la tierra del patio, conquistar al vecino. La única referencia externa es una pared roja de ladrillos que remite a la quinta presidencial, y permite ubicar la situación en el norte del Gran Buenos Aires, pero la cámara nunca sale, se coloca siempre de este lado de la puerta de entrada y salida. Milagros Mumenthaler logró con su primer largometraje recrear con melancolía y sutileza el universo femenino, sin los estereotipos en los que suele caer muchas veces el cine argentino. No por nada, en el momento de elegir una película para ver una tarde de lluvia y aburrimiento, la hermana del medio pide una romántica, una comedia, pero reclama por favor "que no sea nacional".
El realismo de Pablo Trapero se sumerge en los marginales pasillos de una villa de emergencia. Un monstruo derruido destinado a ser lo que no fue, historias de realidades cruzadas, un deseo y un trasfondo social. Con esos elementos Pablo Trapero vuelve a detenerse en el terreno del cine realista para crear una película cruda, directa y emotiva. El director con cada largometraje cuenta una nueva fábula de marginalidad, pero mientras en Carancho y Leonera había un recorte un poco más acotado, en Elefante Blanco eligió la grandilocuencia y la espectacularidad. Julián (Ricardo Darín) es un cura que intenta simbolizar el trabajo de decenas de sacerdotes en las villas metropolitanas. Está desgastado y ya no tiene las mismas ganas. También están Nicolás (Jérémie Renier), un cura francés al que le tocó presenciar una escena traumática de violencia y Luciana (Martina Gusmán), una asistente social. Los tres se relacionan con distintos personajes secundarios, chicos excluidos del sistema escolar y adictos al paco que pasan sus días en la villa 15 de Lugano, pero que aparecen de un modo periférico, por eso la película en ningún momento se confunde con un documental. Es una historia de ficción con referencias a la realidad social, enmarcada en un espacio existente, que logra transmitir el dramatismo y la densidad de esa vida a través de planos y secuencias que impresionan. La película logra atrapar, pero cae en algunas obviedades y exageraciones. La referencia a Carlos Mujica es innecesaria y demagógica porque no tiene ningún tipo de relación con la historia que se cuenta, no era necesario agregar una referencia que sólo aporta al lugar común de la corrección política. Otra de las exageraciones es el modo en que se representan las actitudes clasistas. Los personajes de clase media que se acercan a la villa para ayudar aparecen como inmaculados, mientras que los pobres una vez más son relacionados con el delito y el narcotráfico. Los curas son demasiado solidarios y desinteresados, y los policías demasiado ignorantes y asesinos, como una trama de superhéroes enmarcados en la miseria. Pero hay otros acercamientos que están muy logrados, como el deseo sexual del cura francés al que no se juzga ni se aplaca con lecciones morales, o el cuestionamiento a los ámbitos más jerárquicos de la iglesia católica. En el medio, se cuentan las guerras entre narcos de la villa, la incursión de la policía y la construcción de viviendas con trabajadores a los que no se les paga. Ricardo Darín y Martina Gusmán, que ya habían trabajado juntos en la película anterior de Trapero (Carancho), logran actuaciones medidas y convincentes, pero no llegan a brillar como en otros papeles. La ambientación es lo que convierte a Elefante Blanco en una gran película, con escenas memorables como el tiroteo entre los pasillos embarrados de un barrio oscuro y olvidado, o los recorridos por las habitaciones y escaleras de ese gran edificio que fue ideado para convertirse en un hospital enorme para asistir a los desprotegidos y terminó siendo un depositario de historias de injusticias y exclusión. El cine no tiene, o no debería tener, una función didáctica sino estética, y el abordaje a la pobreza es explícito y desconfigurado. A la película la salva la fuerza narrativa y el modo de mostrar un espacio de referencia reconocible que resulta conmovedor. Elefante Blanco pierde en sutileza y creación de matices, pero gana en su potencia visual, su trama simple y entretenida, y el riesgo de abordar temáticas sociales con una postura personal. En el resultado final resaltan las virtudes sobres los defectos y tiene más importancia la construcción de un clima de época demoledor.
Para su primer largometraje, Gustavo Taretto eligió una historia de desencuentros urbanos, protagonizada por Pilar López de Ayala y Javier Drolas. Paredes que se levantan y giran y se vuelven los muros entre dos personas, ventanas que se abren hacía la nada para expulsar el encierro, noches de tanta tanta soledad en medio de tanto, tanto desencuentro en una ciudad que se mira desde arriba hacia abajo, desde el cielo y las calles, las plazas y la medianera, como un símbolo cotidiano de lo lejos que estamos estando cerca. Medianeras, la primera película de Gustavo Taretto, habla de la soledad visceral de dos personas comunes, pero lo bastante lúcidas como para entender que las relaciones con los otros siempre son problemáticas, habla de la angustia y la necesidad de conectar con alguien, sin solemnidad ni tragedia, con un humor ingenioso que se detiene en la ridiculez de la vida urbana en una ciudad enorme, repleta de gente todo el tiempo, en todas partes. La película tiene una simplicidad que puede llegar a molestar, pero que nunca cae en la obviedad porque transita esos lugares, esas actitudes humanas, ese ser en el mundo más íntimo de lo que nos pasa a todos, pero que no decimos porque resulta demasiado sencillo o natural o hasta frustrante, mandar a la papelera todas las fotos de un ex novio que terminó en desilusión, jugar con un muñeco, chatear de madrugada con extraños, llorar a escondidas ante los nuevos desencantos. Mariana (Pilar López de Ayala) es una arquitecta que trabaja intentando hacer arte con las vidrieras; Martín (Javier Drolas) diseña sitios web y casi ni sale de su casa, salvo para pasear a su perrita blanca que le dejó su ex novia cuando se fue a vivir a Estados Unidos. No parece ser un buen momento para ninguno de los dos, las cosas no se dan, aunque pongan todo el empeño, tienen vidas similares, gustos en común, se cruzan por la calle sin mirarse, viven en la misma cuadra pero no se ven, porque Medianeras es ante todo una película sobre el desencuentro y sobre la posibilidad de encontrarse, de cruzar la calle corriendo para alcanzarlo cuando creemos que ahí está, es sólo cuestión de pasar la medianera antes de que sea tarde. Al trabajo de los dos actores protagonistas se agregan participaciones secundarias y correctas de Rafael Ferro, Adrián Navarro, Inés Efrón y Carla Peterson. El tono de comedia romántica se asemeja al de 500 días con ella y está acompañado por un gran trabajo de fotografía registrando esos edificios que miran desde arriba, que están siempre en la ciudad pero que no nos detenemos a mirar aunque formen parte del entorno de la vida diaria. Medianeras da cuenta de la importancia del espacio, tanto externo como interno, y de cómo se cruzan y se interrelacionan. La fluidez del relato se construye con una voz en off que como pocas veces no resulta redundante ni una estrategia narrativa equívoca al decir lo que el realizador no sabe cómo mostrar, en Medianeras esta voz suma a la totalidad de la trama y se vuelve necesaria para dar vida una historia común, atravesada por el más puro cine.
El ser y la nada Un mundo misterioso, el nuevo film de Rodrigo Moreno se presenta en la competencia argentina del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires 2011. El segundo film del director de El custodio, Rodrigo Moreno, había generado grandes expectativas dentro de la competencia argentina de la 13° edición del BAFICI. Un mundo misterioso había pasado ya por la competencia oficial del Festival de Cine de Berlín con respuestas contradictorias. La película de Moreno vuelve a transitar los ritmos lentos y los silencios, pero esta vez no cuenta con la experiencia actoral de Julio Chávez, que deslumbraba en El custodio. El film comienza con el momento en que Ana (Cecilia Rainero) le anuncia a Boris (Esteban Bigliardi) que quiere separarse, tomarse un tiempo para pensar. "¿Cuánto tiempo?", pregunta él. "Un tiempo, no puedo medirlo", contesta ella. La solidez y el interés que provoca la escena no logran mantenerse en el resto de la película que mostrará el deambular del personaje de Boris por un hotel deprimente y por fiestas con viejos amigos con quienes no parece tener nada en común. El relato parte todo el tiempo desde ese hombre treintañero que de un día para otro tendrá que aprender a vivir con su soledad. Una vida simple, sin momentos de tensión ni algún hecho que pueda cambiar la estructura narrativa, que se vuelve lineal de principio a fin. Boris es un hombre que no tiene nada que hacer, su mayor acción es comprarse un auto usado que lo dejará en la ruta cada vez que quiera emprender un camino hacia alguna parte. El protagonista está aburrido de su libertad, no tiene a donde ir, no tiene un trabajo para mantenerse, no tiene nada y la película cae desesperadamente en esa nada. Un mundo misterioso se refiere de alguna forma a Buenos Aires y tal vez ese sea su mayor hallazgo. La película muestra las calles de la ciudad, las más reconocibles y las olvidadas, las internas, las que no se transitan todos los días pero que forman parte de la gran urbe. Se detiene también en sus bares antiguos, en sus portones y sus adoquines gastados, en una ciudad que poco a poco está dejando de ser. El personaje es lo que es en esa búsqueda por encontrarse también porque vive en Buenos Aires. Un escenario que de por sí genera nostalgia. El film no toma postura ni juzga a sus protagonistas, los deja ser, los muestra en su cotidianeidad, los libera de las redes de la vida laboral, descarnados, pero sin mucho que revelar. La trama recuerda a los primeros pasos que dio el llamado nuevo cine argentino, sumando elementos de humor y reminiscencias del absurdo.
Secretos familiares La tercera película de Ana Katz, Los Marziano, muestra a Arturo Puig y a Guillermo Francella en personajes muy atípicos. Los Marziano es una rareza dentro del cine argentino, a pesar de su cartel de estrellas o tal vez justamente por eso. Es un gran placer como espectadores tener la oportunidad de poder ver a Arturo Puig y a Guillermo Francella, actores tan reconocidos, tan queribles para el gran público, nuestros actores; no sólo interpretando personajes atípicos, sino también dentro de una película que por su trama, guión, ritmo y estética escapa al cine argentino convencional. El tercer largometraje de Ana Katz cuenta las historias cruzadas de tres hermanos que tienen vidas distintas pero paralelas. Luis (Puig) es un hombre malhumorado que vive en un country con su mujer Nena (Mercedes Morán) y no tiene necesidades económicas, su única preocupación es descubrir quién está haciendo pozos en la tierra en los que muchos vecinos y él mismo terminan cayendo. Juan (Francella) es un cincuentón perdedor, que vive en Misiones sin trabajo y que viaja a Buenos Aires para hacerse análisis porque de un día para otro perdió la capacidad de leer. En el medio está Delfina (Rita Cortese) la hermana que lleva a Juan a los médicos y se hace pasar por su mujer. Luis y Juan no hablan hace tiempo y la visita a la ciudad parece ser un buen momento para reencontrarse. La directora de El juego de la silla y Una novia errante tiene una virtud casi desconocida en el cine argentino, que es la sutileza, la contención y el poder decir con imágenes y expresiones actorales mucho más que con discursos eternos e innecesarios. En Los Marziano las situaciones no están expuestas, se dejan entrever, se adivinan a través de atmósferas y climas logrados por medio de un guión medido e imágenes de gran belleza. Sin embargo, el film está lejos de resultar tedioso, aunque los que vayan esperando un Francella con su clásico humor argento saldrán decepcionados. Acá no hay nada de eso, hay un humor extraño, poco condescendiente, más cercano a la agudeza del cine indie norteamericano que al costumbrismo nacional. Los cuatro actores se destacan, pero el que más sorprende por su trabajo impecable es Arturo Puig, haciendo un personaje de jefe de familia que puede considerarse antagónico de su clásico Grande pa!. Francella interpreta a un hombre al que no le fue bien en la vida, lo que le brinda al film un aire melancólico, pero nunca angustioso, y a la vez humorístico pero nunca banal. La película se detiene más en los momentos, lo que deja abiertas algunas situaciones sin desenlace, pero que no afectan al desarrollo total de la trama. Se trata de una obra plena de talento creativo, difícil de encontrar en la cartelera local.
Sin grietas ni sutilezas Vidas que se cruzan a partir de un accidente fatal en Sin retorno, del debutante Miguel Cohan. Sin retorno es una película sobre la injusticia, sobre cómo los errores de un sistema inhumano pueden destruir la vida de un individuo común. Se trata de tres historias que se cruzan a partir de un hecho fundamental para los destinos de los protagonistas: un accidente de autos, con un conductor que huye sin dejar rastro dejando a la víctima muerta en el asfalto. Una historia que puede leerse todos los días en la sección policiales de los diarios, pero entrelazada con dosis justas de melodrama. Federico Samaniego (Leonardo Sbaraglia) aparece en el lugar y el momento equivocados, y le arruinan la vida tras enviarlo a la cárcel por un homicidio que no cometió. Matías Fustiniano (Martín Slipak,quien el año pasado fue el hijo de la pareja protagónica de Tratame bien) interpreta a un joven sin cargos de conciencia y con una vida sin preocupaciones económicas, totalmente incapaz de experimentar algún tipo de sensibilidad por el otro. En el medio una vida perdida y un padre (Federico Luppi) que lucha por lo que considera justo, sin mirar más allá. La opera prima de Miguel Cohan tiene la ventaja de la simpleza, pero el vicio del lugar común. Una película sin demasiadas pretensiones pero muy cuidada, como para llegar al gran público con dignidad. La selección de actores, que se completa con Bárbara Goenaga, Luis Machin, Ana Celentano, Agustín Vázquez y Arturo Goetz, es tal vez lo más destacable de un film que plantea desde el título todo el camino de la historia: ya no se puede volver cuando las casualidades marcan la vida, ya no se puede volver cuando las cuestiones éticas dejan de importar para que la tragedia no arruine las comodidades preestablecidas. Una película sin grietas y sin sutilezas.
Mi chanta favorito Darín vuelve a interpretar a un canchero poco ingenuo en la nueva película de Trueba. Llevar al cine una obra literaria siempre es un desafío, porque las imágenes no son el punto de partida, sino el resultado del proceso de traducir lo que estaba sólo en palabras. A veces el cambio de registro deriva en un nuevo enfoque, otras en una copia fiel del texto y otras se queda a medio camino y no logra crear una historia que se sostenga desde la impronta cinematográfica. Eso es lo que parece pasarle a El baile de la Victoria, la nueva película de Fernando Trueba- director de Belle Epoque y La niña de tus ojos- basada en el texto de Antonio Skármeta, que ganó el Premio Planeta en 2003. La narración arranca cuando los personajes de Nicolás Vergara Grey, interpretado por Ricardo Darín, y de Ángel Santiago, en la piel de Abel Ayala, dejan la cárcel gracias a una amnistía en Chile, tras la dictadura de Augusto Pinochet. Mientras Vergara Grey quiere sólo recuperar a su familia, Santiago desea dar un gran golpe y cruzar Los Andes para comenzar una nueva vida. En el medio aparece Victoria, Miranda Bodenhöfer, una joven que perdió el habla de niña cuando los militares asesinaron a sus padres. Su forma de expresarse es la danza, un baile que intenta convertirse en una metáfora de la importancia de no perder nunca las esperanzas. El problema es que a partir de ahí los géneros comienzan a mezclarse y ninguno se define, thriller, comedia romántica, historia política, costumbrismo. No hay un hilo que lleve a la historia por un camino seguro y la fábula aparece cargada de escenas inverosímiles, que no llegan a ser creíbles. Si la película logra algún tipo de éxito en la Argentina, será seguramente por la presencia de Ricardo Darín, que una vez más hace el personaje que viene repitiendo en los últimos films de su carrera. El canchero gracioso, sentimental, bueno pero poco ingenuo, que tanta respuesta popular despertó con las películas de Juan José Campanella. Nadie duda de que Darín sea un gran actor, pero desde la pantalla se espera que pueda buscar otros caminos, como aquella inolvidable actuación, oscura y con matices, que ofreció en El Aura, de Fabián Bielinsky, tal vez su mejor trabajo hasta ahora. Abel Ayala tiene grandes momentos, pero en otros exagera hasta la incomodidad. Y Bodenhöfer logra transmitir cierto encanto, pero queda la sensación de que no está aprovechado. Así y todo, la película tiene un punto a favor que es el manejo de la atención del espectador. No deja de ser entretenida, a pesar de las imprecisiones.