La barra de un bar un día cualquiera a media mañana. Clientes de toda la vida y desconocidos compartiendo churros, porras y mixtos bajo la dirección implacable de Amparo, la dueña del bar. Un hipster bucea en su portátil mientras Trini va dejando caer, una a una, todas las monedas del dinero de la compra en la máquina tragaperras. Los oficinistas comentan con el barrendero cómo va la mañana y todos a su vez aguantan las gracias de Israel, el vagabundo alcohólico que desayuna cada día en el bar gracias a la generosidad de la dueña del local. Mientras tanto Satur, el camarero que lleva trabajando allí más tiempo que la máquina del café, se alegra la vista con la llegada de Elena, una joven que acude a una cita y ha tenido que hacer escala en el bar para recargar su teléfono. La vida transcurre con normalidad hasta que uno de los oficinistas presentes sale del local y recibe un disparo en medio de la plaza desierta. El estupor se apodera de la concurrencia y solo el barrendero se decide a salir para socorrer al caído, recibiendo también él un disparo de inmediato.
Todos tratan de encontrar una explicación al hecho de que nadie en el exterior acuda a socorrer a los hombres caídos: Puede tratarse de un loco disparando desde el tejado. La plaza permanece extrañamente vacía y sus teléfonos no tienen cobertura. En medio de la confusión, descubren que alguien ha retirado los cuerpos de la plaza sin que ellos lo hayan advertido. A partir de ese momento las especulaciones se desatan, pero pronto una idea parece abrirse paso con fuerza: ¿Y si el peligro está dentro?, ¿Y si los disparos tratan de evitar que alguien salga del local y ponga en peligro a los que están fuera?