Grotesco doloroso de encierro
La nueva película de Álex de la Iglesia, El Bar (2017), supera sustancialmente el de por sí buen nivel de sus trabajos previos, Mi Gran Noche (2015) y Las Brujas de Zugarramurdi (2013), para posicionarse tranquila como la mejor obra del director desde la maravillosa Balada Triste de Trompeta (2010). Mientras que gran parte de las comedias en el ámbito internacional se vuelcan al infantilismo más insoportable (Estados Unidos es un experto en este rubro) o a una suerte de perspectiva algo anacrónica con chispazos de costumbrismo (los europeos en general adoran esta vertiente), el realizador español continúa enarbolando -con inteligencia y descaro- su concepción particular del género y hacia dónde debería apuntar, léase el señalar las características más ridículas y patéticas de hombres y mujeres en una aventura que se sumerja en el terreno pantanoso del individualismo más grotesco.
Aquí una vez más nos presenta otro de sus relatos nihilistas, extremadamente críticos para con la nauseabunda condición humana, en consonancia con una premisa de base centrada en un grupo de ocho personas que confluyen en un bar de Madrid y deciden no salir por la inquietante presencia de uno o varios francotiradores acribillando a cualquiera que traspase las puertas del lugar. Pronto todo deriva en una comedia negra cuando los protagonistas descubren en el baño a un individuo enfermo y de a poco la paranoia los impulsa hacia ese canibalismo que suele asomar la cabeza en contextos dominados por la claustrofobia, la ignorancia y el “sálvese quien pueda”. En el bello circo del cineasta encontramos desde una burguesa superficial y un hipster del ambiente de la publicidad hasta un linyera fanático católico, una cincuentona adicta al juego y un par de fascistas símil “ciudadanos comunes”.
Estamos ante uno de los mejores guiones del dúo compuesto por Jorge Guerricaechevarría y el propio De la Iglesia, un trabajo muy bien desarrollado que construye con precisión la idiosincrasia de cada uno de los ocho personajes, establece sus semejanzas y diferencias con vistas a entablar alianzas y finalmente los enfrenta al peligro desconocido del exterior, la amenaza interna y -en especial- la disparidad de sus opiniones en torno a qué hacer a continuación frente a la situación planteada. Las diversas actitudes hacia la vida y el prójimo, en simultáneo con las desigualdades económicas/ sociales, ponen de manifiesto determinados vicios de los pueblos hispanoamericanos por un lado vinculados a pretender solucionar todo con la fuerza y la confrontación demencial, y por el otro asociados a la ceguera homicida y muy incompetente de las autoridades, esas que deberían velar por el bienestar general en vez de preocuparse por tapar sus mentiras, equívocos y chanchullos.
Con algo de la abstracción de El Ángel Exterminador (1962), otro tanto de las cuarentenas de la saga iniciada con Rec (2007), la desesperación escalonada de La Cabina (1972) y una buena dosis de las pesadillas colectivas de entorno cerrado en sintonía con La Niebla (The Mist, 2007), la propuesta juega de manera magistral con el egoísmo, las barrabasadas, la idiotez y esa proverbial falta de paciencia que suelen ventilar los humanos bajo presión, abriéndose camino hacia la gloria vía un puñado de escenas estrambóticas y dolorosas que resuenan en el cuerpo y la mente del espectador mucho tiempo después de finalizada la proyección. En este sentido, aquí sorprende la “vehemencia en miniatura” del tramo subterráneo del relato, algo así como una versión minimalista de los desenlaces del español a toda pompa: las intrigas, traiciones y carnicerías de esos minutos finales demuestran una vez más la maestría del director y su condición de artesano del medio cinematográfico…