Brasil, años ochenta: el blanco afuera, el negro adentro. Consigna brutalmente sencilla impartida por la fuerza policial del Distrito Federal al reprimir –palos, escudos y caballos mediante– los bailes organizados en los suburbios negros de Brasilia. Un Brasil distinto pero similar, hoy: un puñado de hombres dañados de por vida por la brutalidad policial de aquellos días (uno está en silla de ruedas por culpa de una bala, otro perdió una pierna luego de que la policía montada le pasase por encima) recuerdan las noches en las que sus vidas cambiaron a través de emisiones radiales clandestinas en la profundidad de la noche. Pero hay algo decididamente extraño en estas crónicas, una suerte de mezcla entre ficción y realidad difícil de desentrañar, y a medida que la película avanza esa rareza se transforma en una de las decisiones más arriesgadas de Adirley Queirós. Una película no tanto acerca de la reescritura demagógica del pasado sino más bien sobre la exageración como acto combativo, Branco sai Preto fica parte al medio el panorama del cine político contemporáneo con un aire controversialmente renovador.