Esta realización chilena, precedida de varios premios internacionales y mejores comentarios, tiene un problema insalvable, su actor protagónico, Benjamin Vicuña, no da nunca ni con la carnadura necesaria ni con la angustia del personaje, transita el texto sólo con cara de pollo mojado, posiblemente no sea todo responsabilidad del actor, o los actores, pues su otro yo joven, encarnado por Pedro Campos, tiene también dificultades, a partir de la presentación del mismo. Campos en realidad en ningún momento es creíble desde la actuación, ni desde el desarrollo y recorrido del personaje, sin tratar de pensarlo considerado el verosímil, intentar explicarlo desde ese lugar seria lapidario, valga la mirada a partir de lo que se relata.
La historia está basada en la denuncia que hace algunos años presentara Tomas Leyton y un par de víctimas de abusos sexuales por parte del cura durante el periodo en el que se circunscribe la narración.
Pero empecemos por el principio, que a la postre será lo mejor del film. Una voz en off nos empieza a contar la historia. Un joven que recorre una iglesia en busca del párroco, vemos junto con el joven como los ayudantes del personaje buscado lo asisten mientras lo visten, plano detalle de sus pies, brazos, torso casi deteriorado, pero no le vemos el rostro, todo con un lujo de pinceladas precisas en tiempos formales. Cuando abre el cuadro vemos a Luis Gnecco en la piel del sacerdote Fernando karadima. No es un viejo, es un hombre de edad mediana. Corre el año 1983.
Éste eclesiástico es tomado como una deidad por la clase alta chilena de la época y lo es para los miembros de la dictadura gobernante, todo un santo.
Lo mejor de la obra se presenta a partir de la interpretación de quien juega el rol del párroco, siempre transitando la delgada línea del cinismo, en clara contraposición de lo realizado por sus “dos en uno” partenaires.
El joven va en busca del párroco pues ha escuchado hablar de él y necesita alguien que lo oriente. Su padre está preso por asesinar al amante de la esposa, quien a la altura del principio del relato ya se había conseguido otro, o varios. ¡Dios sabe!
Esto lo tiene muy molesto al joven, quien está a punto de ingresar a la facultad para estudiar la carrera de medicina, pero el problema es que tiene menos calle que el desierto del Sahara, o es más ingenuo que Heidi, o es realmente un oligotimico, (oligotimia es un término que utilizó el Dr. E. Pichón Riviere para diferenciar de oligofrenias al referirse a aquellos niños lindos, rosaditos, sin estigmas físicos, con retardo debido a carencias afectivas sufridas en la temprana infancia). En mi barrio le decían de otra manera, y es una circunstancia que se descarta por su situación de estudiante.
El otro problema es que la historia, aunque ya muy sabida, supera en interés a lo que se plantea desde las formas de contarlo.
De estructura narrativa clásica, con utilización de racontos aplicados a partir de un narrador, el denunciante, pero con demasiada parsimonia, todo está lentificado, y después que se despliega el conflicto, desde el primer punto de quiebre, esto es en el primer tercio de la narración, todo se hace demasiado previsible como para ser necesario ser insistentes.
Tanto desde los diálogos como desde las acciones, la acumulación de escenas y situaciones que no promueven el buen transitar del relato, no dan nueva información, y se tornan redundantes. Para terminar con una serie de escritos en pantalla sobre como termino la historia de éste “santo” pedófilo, uno más de tantos en la historia de la Iglesia, no por eso se le resta importancia, lastima las formas, no el contenido.