La gratificación sexual a expensas de otro que no tiene la libertad para decidir si quiere ser parte del placer que puede proveer, he aquí una posible definición (extramoral) de aquello que persigue un perverso, si es que se quieren evitar otros vocabularios que trafican moralina respecto de las decisiones de los adultos de vivir los placeres sexuales como se les antoje. Dicho esto, una inquietud: ¿cómo se filma a un perverso?
En su segunda película, Matías Lira pone el foco de su interés por la sexualidad (ya lo había hecho en Drama) en una situación asimétrica y simbólicamente problemática entre un famoso sacerdote de la iglesia católica de Chile y un joven de clase media alta. El relato, que oscila entre 1983, en el momento en el que un joven Tomás Leyton conoce al mítico prelado en su comunidad situada en Providencia, y algunos décadas más tarde, cuando el creyente, ahora médico y padre de familia, decide denunciar a su abusado, transmite con cierto cuidado y precisión las complejidades del vínculo y las consecuencias psíquicas para la víctima. La fuerza del film reside en evitar los golpes bajos y en ser cuidadoso con el retrato de los implicados. En menor medida, la complicidad de la sociedad chilena y la institución religiosa se explicita como corresponde, aunque tal señalamiento queda en un segundo plano.
No debe ser fácil ponerle el cuerpo a un perverso. Luis Gnecco no teme hacerlo y las contradicciones en el seno de su sistema de creencias se consiguen identificar en su lenguaje corporal más que en su dicción e interpretación de los parlamentos. La mejor escena del film le pertenece. Tiene lugar en el final, cuando el representante del Altísimo cita un verso bíblico para racionalizar sus actos, instante delirante en el que se vislumbra el discurso de la perversión. Para Benjamín Vicuña, como el principal abusado, tampoco resulta menos exigente su papel. La inexplicable entrega frente a la seducción del cura y la predisposición a complacerlo como si se tratara de un mandamiento se lee en la rigidez de su cuerpo y en la angustia indescifrable que dibuja su rostro. Ingrid Isensee, como la esposa de Leyton, está perfecta.
El gran problema de El bosque de Karadima es la puesta en escena, que bien podría ser calificada como abusiva. Los inexplicables primerísimos planos de los rostros y la omnipresente música, a menudo en total discrepancia con la lógica de las escenas, fatigan la fluidez del relato y complican la indeterminación de las situaciones. Se trata de una secreta batalla entre registro e interpretación, relato y montaje, denuncia y enunciación. Este abuso formal sostenido en la imposición de una lógica visual y sonora le resta potencia a una película que para la sociedad chilena debe resultar sumamente incómoda.