Cosmogonías de la historia chilena.
En sus dos films más recientes, el realizador de la legendaria trilogía La batalla de Chile consigue articular pasado y futuro, el cielo y la tierra, en busca de la identidad profunda de su país.
Resulta congruente e incluso lógico –aunque no sea lo más deseable– que el estreno local de Nostalgia de la luz se produzca a más de seis años de su presentación en el Festival de Cannes. “Todas las experiencias sensoriales de la vida ocurren en el pasado”, dice –palabras más, palabras menos– un astrónomo a pocos minutos del comienzo del film del chileno Patricio Guzmán. “Todo lo que vemos nos llega con retardo, aunque sean unas millonésimas de segundo más tarde”. Si el presente no existe, si se trata apenas de una construcción mental, entonces sólo quedan el pasado y la posibilidad de un futuro. Alrededor de esa tesis no explicitada orbita la película del realizador de El caso Pinochet, Salvador Allende y la legendaria trilogía La batalla de Chile. Sobre pasados personales y colectivos, íntimos y cósmicos. Nostalgia de la luz –que le debe su nombre al libro de divulgación científica Nostalgie de la Lumière, del astrofísico francés Michel Cassé– se abre y se cierra acompañando el movimiento de los engranajes de un viejo telescopio alemán, resabios de la ingeniería mecánica de fines del siglo XIX o comienzos del XX que, según confiesa el realizador en la pausada voz en off que acompaña gran parte del metraje, lo aficionó desde la infancia en las sapiencias y misterios de las ciencias celestes.
Documental de metódica construcción e ingente sensibilidad, sus primeros minutos pueden hacer pensar en una versión “de autor” de la famosa serie Cosmos de Carl Sagan. Pero a poco de cruzar imágenes de la superficie lunar con planos en movimiento de la cúpula de un observatorio, Guzmán yuxtapone objetos que lo transportan a sus primeros años de vida, cuando Chile “era tranquila y los presidentes de la República caminaban por la calle sin protección”, anticipando el que será, finalmente, el tema central de la película (y la obsesión de gran parte de su filmografía): el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973 y su corolario, la dictadura militar conducida con mano férrea por Augusto Pinochet. Que el cielo límpido del desierto de Atacama cobije desde las alturas una de las zonas más áridas del planeta, y que ambos hechos estén relacionados, es fácilmente explicable desde la ciencia contemporánea; que el mismo espacio sea compartido por astrónomos, arqueólogos y por aquellas mujeres que buscan los cuerpos enterrados de sus maridos o hijos detenidos-desaparecidos sólo puede ser entendido a partir de las características de aislamiento del lugar. “Ojalá los telescopios no miraran siempre al cielo”, desea una anciana que continúa escarbando la tierra en busca de los huesos de su esposo, “que pudieran traspasar la tierra para poderlos ubicar”.
Las ambiciones narrativas y formales de Patricio Guzmán no son precisamente módicas, pero los logros están a la altura: Nostalgia de la luz explicita ciertos puntos de contacto entre sus múltiples líneas de razonamiento, pero permite que el espectador conecte informaciones y saque conclusiones en muchos otros casos. El hecho de que el campo de concentración de Chacabuco haya sido, casi un siglo antes, un centro de hacinamiento de trabajadores mineros permite advertir similitudes entre prácticas e instituciones en principio muy diversas. Que una hija de padres desaparecidos sea astrónoma es, ante todo, un evento circunstancial, pero su confesión a cámara –filosófica, casi religiosa– de las bondades curativas de la ciencia, de la comprensión de que nada se pierde y todo se transforma, no hace más que darle la razón al entramado formal e intelectual del film en su conjunto. “El mismo calcio que forma parte de mis huesos está presente desde el origen del universo”, afirma un veterano astrofísico frente a una pantalla con espectros electromagnéticos. El mismo calcio escondido bajo tierra de aquellos que fueron asesinados y enterrados para que sus familiares no pudieran reunirse con ellos. Y también el de esos otros cuerpos precolombinos, que también descansan en el mismo sitio, conservados a la perfección por las particulares condiciones climáticas.
Esos pasados dispares que comparten una temporalidad en común, al menos para quien los observa desde el engañoso presente, las diferentes capas de información y emoción que Guzmán logra acumular sin caprichos ni brusquedades, conforman la médula espiritual y cognitiva de una película que se hace carne en una posibilidad muchas veces olvidada: que el cine documental puede animarse a la poesía y al pensamiento abstracto, sin relegar las realidades objetivas que retrata. No todos los días surgen películas como Nostalgia de la luz y es una gran idea de los programadores de Malba Cine la de presentarla junto al más reciente largometraje del realizador, El botón de nácar, que no sólo continúa la línea de su antecesora, sino que –aplicando un juego de procedimientos similares– podría considerarse como el segundo e inseparable capítulo de un díptico. El batallón de radiotelescopios ALMA de Atacama, que durante el rodaje de Nostalgia… estaba aún en construcción, da inicio a otra reflexión sobre el pasado, esta vez con un componente antropológico: los protagonistas son los pueblos patagónicos, extinguidos a fuerza de “civilización” durante las primeras décadas del siglo pasado y de los cuales, afirma Guzmán, sólo quedan dos decenas de sobrevivientes directos (uno de los momentos más emotivos e iluminadores del film llega con el pedido, fuera de cámara, de la traducción al idioma kawésqar de palabras como “ballena”, “sol” o “Dios”).
La fascinación por culturas íntimamente ligadas al agua, a los ríos y mares, es contrastada con la idea de un Chile moderno que ha olvidado sus posibilidades y se ha enclaustrado entre cordilleras y desiertos. Nuevamente, el realizador compara las violencias ejercidas sobre ese grupo de habitantes originarios con las del régimen de Pinochet ante sus oponentes, haciendo especial hincapié en la despreciable práctica de desprenderse de sus cuerpos arrojándolos, precisamente, al agua. Y, sobre el final, se atreve a imaginar que el animismo y el pensamiento mágico no están tan lejos de la investigación científica, al menos en sus búsquedas esenciales. Tal vez El botón de nácar no posea la misma fuerza de su compañera cinematográfica e, incluso, algunos de sus conceptos se amolden a la equiparación y la metáfora de manera un tanto forzada, pero al mismo tiempo resulta un nuevo paso (con sus pruebas y sus errores) de un experimentado realizador que, lejos de regodearse en logros pasados y descansar en el trono, continúa investigando nuevas formas de acercarse a la historia de su país. Es decir, a su pasado y a su futuro.