Un francés de mediana edad, burgués y bohemio, entra en una crisis existencial luego de que su novia se diera cuenta de algo que el espectador descubre en el segundo minuto de El brindis: Adrien, a sus 35 años, es un tipo insoportable, ególatra y superadito, que mira a su familia con desprecio aun cuando ni su madre, ni su padre, ni su hermana ni su cuñado hagan demasiado para merecerlo.
O quizás sí lo merecen, porque la hermana no tiene mejor idea que pedirle que dé un discurso en la inminente boda con su novio. Y así arranca, entonces, el viaje mental de este hombre durante el que reflexiona sobre distintos aspectos de su vida –ninguna reflexión es asertiva, mucho menos interesante– y ensaya diversas variantes posibles sobre el mencionado discurso.
Variantes cuyo artificio es evidenciado con el inédito recurso de romper la cuarta pared para hablarle directoramente al espectador. ¿Un treintañero en crisis, con un desprecio por casi todo, rompiendo la cuarta pared para agregar notas al pie? Suena conocido: Phoebe Waller-Bridge lo hizo en la serie Fleabag. Y lo hizo mejor: con más veneno, con más fineza observacional y, sobre todo, con una impronta de comedia negra notable.
Nada de eso tiene El brindis, una comedia menor con un protagonista que repele cualquier intento de empatía y con pasos humorísticos que difícilmente causen gracia.