Un cuento bello para la niña triste
La historia de una niña sola y una de las películas más melancólicas de Spielberg. Un viaje fantástico, de artesanía narradora. El cine, los milagros, y los finales felices. La película está muy cercana al embudo sin fin de la Alicia de Lewis Carroll.
Tal vez sea cierta sensación de época "tardía", luego de mucha corrección política, altanería y comportamiento empresario. Todavía es difícil de definir, a Steven Spielberg le queda mucho cine. Pero lo que se nota es que sus últimas dos películas, magníficas, marcan una diferencia.
Entre Puente de espías y El buen amigo gigante hay similitud de planteo formal. En la primera se produce un quiebre exacto en la mitad horaria del film, que divide la trama de manera simétrica y acorde con la Guerra Fría, donde una réplica de gestos, matices, vuelven nada confiable a cualquiera de sus protagonistas. La bisagra la compone Tom Hanks, benévolo pero incrédulo. En la segunda, el equilibrio compositivo está en el contraste, en el contrapunto grande/pequeño, en la relación arriba/abajo, en las imágenes invertidas devueltas por el lago de los sueños, en las burbujas descendentes de la bebida del gigante, en la vigilia y la noche.
Si al Tom Hanks de Puente de espías se lo ha equiparado con el James Stewart de Caballero sin espada (1939), habrá que decir que El buen amigo gigante tiene el mismo espíritu de Qué bello es vivir (1946), también de Frank Capra.Para ver este film, se sabe, hay que creer en él. Porque se cree en él, el final es feliz. Con la última película de Spielberg, discípulo capriano (como lo corroboran Encuentros cercanos del Tercer Tipo, Siempre, Indiana Jones y la última cruzada), se produce un mismo milagro.
Basado en el libro de Roald Dahl, publicado en 1982, El buen amigo gigante introduce en una Londres de cuño dickensiano, añeja, con alguna referencia contemporánea -esa influencia también palpable en la película de Capra-, con la ventana de un orfanato como destino del prólogo. Allí está Sophie, la niña huérfana que no duerme, mientras espera la llegada de la hora de las brujas. Su insomnio, la vista detenida en el reloj, la casa de muñecas, el gato y una frazada, preceden la llegada de la sombra que asusta, que vigila.
Si esto es lo que sucede ventana adentro -visita privilegiada del espectador, así como al inicio de El ciudadano, de Welles, otro cuento sobre un niño sin padres-, lo que tendrá lugar por afuera será el reverso, el otro lado del espejo. Para salir de allí, qué mejor que un gigante: la mano enorme dentro de la habitación rememorará la del King Kong de los '30, con Fay Wray a su merced. La otra referencia, inevitable por equilibrada, es El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold. La mejor película con un gigante, la mejor película con un ser diminuto. En el medio, El buen amigo gigante.
Spielberg apropia estas relaciones, no son meros guiños cinéfilos, sino partes inmanentes de ese mundo en el que sus películas habitan. Sophie -como el Little Nemo de Winsor McCay- encauza una aventura inesperada hacia la tierra de este BFG (Big Friendly Giant), en donde -otra vez el contrapunto- los demás gigantes no son amigables, sino más altos, carnívoros y devoradores de niños.
Al pasar a este otro lado, Sophie no sólo ayudará al gigante a valerse por sí mismo -algo que ella evidentemente hace-, sino que podrá tocar sus sueños. El BFG se dedica a cazarlos, a guardarlos. Los deposita con cariño en niños que tienen problemas con sus padres. Sophie asiste encantada, mientras mira con su amigo grande lo que el niño sueña y proyecta: sobre una pared, con sombras animadas, chinescas. El principio del cine. Un gesto extraordinario, de parte de un cineasta que vuelve, por fin, sobre esa esencia inmaculada, casi olvidada: el cine, máquina de los sueños.
Aspecto que sitúa a El buen amigo gigante como un film de sueños que se sueñan. No bien Sophie llegue a la morada del BFG, habrá lugar para el adormecimiento, con palabras del Nicholas Nickleby de Dickens, el libro que la pequeña lleva consigo (y que recuerda al cuento de Bradbury: "Cualquier amigo de Nicholas Nickleby es mi amigo"). La película está muy cercana al embudo sin fin de la Alicia de Lewis Carroll, con una reina que no será de Corazones sino la mismísima de Inglaterra.
Justamente allí cuando podría preverse una corrección mayor, atada a las investiduras del Palacio y sus monigotes de uniforme, ocurre una de las mejores secuencias, que felizmente devuelven ecos de1941 (1979), la película maldita de Spielberg, un fracaso de taquilla del cual nunca habla demasiado. Las palabras que el BFG mezcla, confunde, como un niño grandote que balbucea, se vuelven muecas de sorna hacia el lugar donde se encuentra, en sus referencias a la realeza, y con un desenlace que remoza los gags alocados de loscartoonsde la Warner.
En otro orden, puede pensarse en Sophie a partir de su relación con la luz spielbergiana. A saber: es una luz la que se lleva a Richard Dreyfuss en Encuentros cercanos, también la que viene a buscar al ET. Otro tanto ocurría con la luz diabólica de Poltergeist (dirigida "off the record" por Spielberg). Sophie, como el niño Elliott de ET, posee un conocimiento que los adultos no. Pero acá pasa algo distinto. Está sola, sin amigos ni adultos. Es un gigante quien viene a rescatarla. Sólo un acto de fe en un milagro semejante podría provocar la felicidad de su aventura, así como la escucha de adultos atentos o la caricia de una madre.
Tras el despertar soleado, el recuerdo de aquella casa de muñecas, que Spielberg actualiza con un mismo plano, persiste. El final es tan ambiguo que lleva a pensar que lo que se ha atrevido a hacer Spielberg es filmar la desolación de esta niña. Lo había hecho con El imperio del sol, sobre la novela de Ballard. Basta recordar su secuencia final, durante los momentos de incertidumbre previos al reencuentro del niño con sus padres. La diferencia con El buen amigo gigante es la decisión de persistir en esa demora. Más aún, la situación final -de monólogo otra vez, así como al inicio- es una de las más bellas e intimistas del cine de su director.