Spielberg sigue siendo el mejor narrador estadounidense. Este es un cuento infantil basado en un relato de Roald Dahl, lo que implica que hay ternura pero no sobra azúcar -y se demuestra de paso que Dahl es la respuesta moderna a lo “infantil”, si pensamos en otros films como Charlie y la fábrica de chocolate o Matilda. Spielberg ha aprendido a mezclar los sabores para que uno no aniquile el otro: hay algo amargo, algo salado, algo ácido, algo dulce y todo funciona. La historia es la de una huérfana “raptada” por un gigante buenísimo, en realidad el más pequeño de los gigantes, que es amable con ella e intenta salvarla de la antropofagia de sus enormes hermanos. Pero hay mucho más: es un viaje onírico y una fábula sobre el poder de la imaginación, así como una burla a la pompa (la secuencia del desayuno en la corte de la Reina de Inglaterra muestra la mano que tiene el realizador para el humor, incluso para el escatológico, siempre de perfecto timing). La primera media hora del film es “de cámara”, y si bien está llena de efectos especiales, no reparamos en ellos sino en los personajes. Los momentos de violencia y acción son breves, concisos y humorísticos: no es esto lo que le importa ya a Spielberg sino la relación entre sus personajes, lo humano que hay en ellos, sea cómico o patético. Visualmente es siempre un gran espectáculo (lo mínimo que podemos esperar del hombre que nos dio Tiburón) pero hay otra respiración y un juego constante -de homenaje y amable burla- al film “Disney”, no por nada productora de la película.