El buen amigo gigante: de la mano de la tecnología, el triunfo de la imaginación de Spielberg
Puesta a competir mano a mano con el resto de la fuerte oferta animada que el cine de Hollywood propone para estas vacaciones de invierno, es muy posible que El buen amigo gigante no encuentre la bendición amplia e inmediata de la taquilla que tienen, por ejemplo, Buscando a Dory, la quinta aventura de La era de hielo y la inminente La vida secreta de tus mascotas. La nueva película de Steven Spielberg carece del vértigo y de la multiplicidad de estímulos veloces que identifican a las producciones especializadas en animación de los estudios más poderosos. Comparte con ellas, eso sí, ese detallado y deslumbrante trabajo digital que alumbra escenas prodigiosas y es capaz de transformar a Mark Rylance en un gigantón de orejas inmensas, rústicos movimientos, sonrisa melancólica y una curiosa manera de transformar las palabras al hablar.
Todo ese talento artístico, fotografiado con gusto exquisito por Janusz Kaminski (con bellísimos claroscuros en el comienzo y colores muy vivos hacia el final), se pone al servicio de una creación de alto vuelo que combina animación digital y personajes de carne y hueso, y que reclama del espectador un compromiso similar al que Spielberg encontró en la inspiradora escritura de Roald Dahl.
El buen amigo gigante es el paciente relato del descubrimiento, el reconocimiento y la afirmación de un vínculo entre dos personajes bien diferentes, basado en algunas de las materias de las que está construido el cine más clásico y noble, arte que Spielberg defiende con su talento impar de narrador desde hace cuatro décadas.
Esta película es a Spielberg lo que La invención de Hugo Cabret a Martin Scorsese: la oportunidad de utilizar al máximo la mejor tecnología digital disponible para afirmar desde la más pura imaginación que el cine construye su identidad desde la ensoñación y la posibilidad de llevar adelante lo que parece imposible.
En la historia de la amistad, la confianza y el cariño mutuo entre Sophie (la niña que vive en un orfanato) y el gigante (visto por ella a priori como un monstruo) están todas las marcas de la identidad de Spielberg: la inocencia con la que nos asomamos al mundo, la confianza absoluta en el poder de la imaginación, la aventura como prueba para superar los miedos, el valor que nace de la fe en las propias fuerzas. Sobran emociones al principio (cuando Sophie y el gigante se conocen y descubren que los otros gigantes son la verdadera amenaza) y momentos regocijantes al final, durante una extensa visita al Palacio de Buckingham llena de sorpresas.
En la comparación con otras obras parecidas de Spielberg (como E. T. El extraterrestre, escrita, como ésta, por Melissa Mathison, fallecida en noviembre último), tal vez El buen amigo gigante aparezca a primera vista como algo más fría y distante. Pero se trata de una apariencia: sobran aquí nobleza, creatividad y talento para hacer realidad sueños como los que atesora el gigante de este cuento en primorosos frascos.