Es indudable que Steven Spielberg es uno de los grandes narradores de historias del cine contemporáneo, sean de creación propia o transposiciones de obras literarias. En este caso, el director lleva a la pantalla grande un cuento fantástico de Roald Dahl (el mismo autor de Charly y la fábrica de chocolate). Aquí la trama gira en torno a una pequeña huérfana londinense, que en una de sus tantas noches de insomnio, descubre a un gigante en el balcón del orfanato. El gigante se da cuenta de que la niña lo ve y se la lleva a su tierra.
Una tierra donde los sueños se pueden cazar y clasificar en botellitas. Donde el vínculo de la amistad y las buenas intenciones prevalecen como valores inquebrantables. Donde mora un gigante honesto, alquimista de sueños que se identifica con la pequeña y hará lo imposible por protegerla. Y como no todo es ideal en esta tierra, hay gigantes crueles y carnívoros que, además de maltratar al bonachón, se comen a los humanos.
Nos encontramos ante un film en el que la irrupción de la fantasía y lo inexplicable funciona como llave para que la vida de la pequeña huerfanita se transforme. La intención final es que ella encuentre una vida “normal”, como la de cualquier otro niño. La vida que se merece. El factor fantástico, además, sirve como evasión de la cruda realidad y para adentrarse en el universo de la imaginación.
Si bien la primera parte de la historia, desde que el gigante se lleva a la niña hasta que ella idea un plan, se torna un poco monótona, con giros narrativos repetitivos, la historia remonta en la desopilante secuencia final cuando la dupla protagonista decide recurrir a la reina de Inglaterra para frenar a los gigantes carnívoros. Ese tono melancólico y algo aleccionador que se venía gestando, se descomprime con un gran paso de comedia en la escena del té con la soberana. Momento en que las diferencias se olvidan, los gases de color verde son motivo de alegría y todos los personajes de este singular universo se aceptan y reconcilian.