Grande, y bajas calorías
El regreso de Spielberg al universo infantil lo muestra clásico, pero sin el toque mágico: le falta entusiasmo.
Hace ya cuatro décadas que cuando vemos un filme de Spielberg dejamos que nos manipule los sentimientos. Es una de las tantas habilidades que el director de Tiburón, E.T. y Encuentros cercanos del tercer tipo tiene, nos vende y compramos. El buen amigo gigante apela a ello, a que los ahora adultos recuperemos nuestra etapa de inocencia, y los niños... Los niños es otro tema.
Para comenzar, y aunque el título prevenga otra cosa, el miedo ancestral de los chicos hacia los gigantes se ve reflejado en el inicio mismo del filme, cuando una noche el Gigante atrapa con su enorme mano a Sophie, y la saca del orfanato donde se encontraba.
Ya lo dijimos en estas páginas: los paralelismos de la relación entre Sophie y el Gigante corren en paralelo con E.T. y Elliott: un niño traba amistad con un ser ajeno a su mundo, y ambos (o sea, los cuatro) por distintas razones están necesitando afecto, y se ayudarán. Como buenos amigos que son. Y, en el caso del Gigante y Sophie, como bien entrenados están en la soledad y el dolor.
El Gigante la lleva a un valle, la Tierra de Gigantes, donde él vive con otros nueve seres aún más altos que él, que se mofan de su vegetarianismo (los otros gigantes comen niños; él, no). Así que deberá resguardarla de ellos. Utiliza un lenguaje propio y particular, tiene un alma sensible y es más bueno que Lassie, Dory y E.T. juntos.
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La vocación del Gigante es recolectar sueños. La imaginería de Spielberg está menos desbocada que en otras de sus películas para chicos -habría que discutir cuántos de los temas de El buen amigo gigante son comprendidos por los niños de hasta 6 o 7 años- y sigue un discurso de relato, si se quiere, más clásico al abordar el cuento de Roald Dahl (Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate).
Pero el filme es decididamente desparejo. Luego de la secuencia inicial, la trama queda como estancada en la extensa presentación del ámbito del Gigante. Y es extraño en un filme del director de Los cazadores del arca perdida. Los chicos se inquietan, y uno pide que de una buena vez salgan del hogar del Gigante, a ver si pasa algo.
Luego la película remonta -no contaremos a partir de qué-, y la última media hora tiene más comedia y acción, sin que esto último signifique necesariamente peleas, aunque las haya. Como si el director hubiera querido tomarse su tiempo para que Sophie y el Gigante se conocieran e hiciera partícipe de ello al espectador.
El público ansioso, a relajarse. Es que no hay muchas sorpresas, ni demasiada excitación. ¿Un Spielberg bajas calorías? Tal vez.
La magia digital logra que la captura de movimientos de Mark Rylance (el protagonista del anterior filme de Spielberg, Puente de espías, que le valió en febrero el Oscar al mejor actor de reparto) es impresionante. El Gigante muestra su alma desde la actuación del británico. A la pequeña Ruby Barnhill le falta carisma para ganarse la simpatía desde la platea.
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No es precisamente un cuento de hadas, y en tiempos en que en Hollywood lo digital prima por sobre la historia, El buen amigo gigante ofrece algo distinto desde ese aspecto, aunque le falte entusiasmo.