Dos huérfanos
En la década de los noventa Steven Spielberg logró finalmente ganar el Oscar a mejor director y mejor película, fue por La lista de Schindler. Si años más tarde James Cameron al recibir el máximo premio gritó ¡Soy el rey del mundo! Spielberg en su mejor momento dedicó el premio a los espectadores. Recuerdo la profunda emoción que sentí frente a esa dedicatoria. La misma que he sentido desde chico viendo sus películas. Ese sentimiento no ha cambiado, aunque yo sea ahora un espectador adulto. Contrario al lugar común, no vuelvo a sentirme niño cuando veo las películas de Spielberg, las disfruto como adulto. Lo que sí vuelvo a experimentar es ese diálogo entre el realizador y yo. Siento que la película está pensando en mí, que no veo las cosas de afuera, que no soy testigo de algo que no me corresponde. Spielberg y su cine me comprometen, me hacen sentir parte indispensable.
El cine de Spielberg es un cine de huérfanos. A veces, como en El buen amigo gigante, la orfandad es real. Pero muchas veces es la sensación de soledad y desamparo que puede haber en cualquier persona, esté realmente sola o no. Solo está Elliott en E.T., pero también está solo Viktor Navorski en La terminal. Perdidos buscando una familia están los protagonistas de El imperio del sol, Inteligencia artificial y Atrápame si puedes. La insistencia sobre la soledad en el cine de Spielberg atraviesa gran parte de su obra. Pero no todo es oscuridad, a veces esos personajes solitarios ayudan a otros, a veces esos huérfanos son capaces de rescatar a otros. Oskar Schindler abandona su cinismo para salvar vidas, el paleontólogo Grant abandona su hosquedad para proteger a dos niños en medio del Jurassic Park. Pero alguien, en algún momento de casi todas las películas de Spielberg, es abandonado, abandona, sufre el abandono.
Y en esta idea de la soledad y el abandono, que en mayor o menor medida afecta a todas las personas, están uno de las claves del universo Spielberg. Su punto de mayor oscuridad fue sin duda La lista de Schindler, con aquella niña del abrigo rojo que terminaba muerta, la pista definitiva de cómo Spielberg veía la irrupción del nazismo como la pérdida total de la inocencia en el mundo. Ni los niños de las películas de Spielberg podían ser salvados. Cuando Sophie, la protagonista de El gran amigo gigante elige ponerse en la casa del gigante una chaqueta roja, parece no ser casualidad, la chaqueta pertenece a un niño que no pudo ser salvado. Toda la película parece un regreso al más puro Spielberg, al de E.T., y no por nada la guionista es Melissa Mathison, la recientemente fallecida guionista que escribió en 1982 E.T. El extraterrestre. Tampoco hay que subestimar que se trate de una adaptación de Roald Dahl, el mismo de Matilda, entre otras historias de solitarios.
El buen amigo gigante es un refugio absoluto, es un espacio de protección en todos los aspectos posibles. Por un lado la huérfana Sophie, sumergida en un mundo horrible (el mundo, bah) sobrevive a través de la literatura de ese otro genio que poblaba su obra de huérfanos y solitarios: Charles Dickens. Y el Gigante es la definición misma de protección. Gigante, poderoso, pero bueno, más que bueno, simpático, cálido, gracioso, simple. A contracorriente de esta época en el cine y la televisión, tal vez a contracorriente de muchas otras épocas también. Su trabajo es dar sueños. Su trabajo es ir por las noches permitiendo soñar. El gigante es un gran protector que actúa a través de los sueños. El Gigante es el cine, es la literatura, es la fantasía, el arte, es un artista también. No cualquiera, uno que practica el arte de los artistas protectores. De los que saben que el mundo es como es, pero eligen apostar contra el cinismo. Así como es común que las personas nos sintamos solas, también es común que tengamos esperanza, que como la adorable Sophie, detrás de todas nuestras dudas y angustias habite un enorme e irrefrenable deseo de creer, de soñar, de ser felices. No hay un huérfano solo en El buen amigo gigante, hay dos. Son dos miradas sobre el tema en una sola película. Sophie encuentra su camino, pero el Gigante está más cerca del héroe solitario de Guerra de los mundos, aun cuando su final no sea ni de cerca trágico, es un poco más agridulce.
Sería injusto pasar por alto la maestría de Spielberg como narrador, y aunque nos hemos acostumbrado a que sea el mejor, eso no debería llevarnos a dejar de notar su “invisible” perfección narrativa. La belleza de las primeras escenas, ese comienzo con una Londres que parece intencionalmente victoriana aunque la historia transcurra en el presente, es una maravilla estética. La fotografía impecable de esos primeros momentos se lanza luego a esa otra tierra de sueños, donde el gigante bueno –que sueña, que cree, que no come niños- convive con torpes y malvados gigantes, villanos que básicamente nunca han madurado. Y ese tercio final multicolor, con la Reina de Inglaterra incluida, una fiesta de comedia y alegría. Del orfanato al Palacio es el camino del interior de Sophie. De estar escondida bajo las sábanas ocultando su amor por la ficción, abandonada a su suerte, a la felicidad de sentir comprendida, querida, cuidada. “Los pocos momentos en los que me siento sola” dice ella al final. Siempre hay algún momento así, aun cuando estamos contentos.
Spielberg no solo cuenta una historia de protección, de sueños, de amor por la fantasía, sino que también su película lo es. Un refugio incluso para él mismo, porque es un regreso a sus fuentes. Una película que nos hace sentir también protegidos como espectadores. Estoy convencido que es más fácil ser cínico que creer en algo. Es más sencillo se pesimista que apostar a que todo tiene sentido. Por suerte Spielberg sin negar la realidad del mundo, sabe que tiene en sus manos una herramienta poderosa: El cine. El buen amigo gigante es también una reflexión sobre el cine, sobre la fábrica, o en este caso la casa artesanal, de sueños. Los sueños que anidan en los niños y también en los adultos.